miércoles, 25 de abril de 2007

La primavera

Me pareció muy extraño contemplar aquella especie de milagro o de desafío justo en medio de la vía. A primera vista era casi imperceptible, pero el aburrimiento y la costumbre de mirar al suelo (o incluso más abajo) te pueden hacer descubrir objetos insospechados en los sitios más dispares. Era una rosa roja, en todo su esplendor, que como por arte de magia había brotado en el suelo sucio y empedrado del metro. Rodeada de colillas apagadas, fragmentos de diarios podridos, acumulados ácaros de polvo. Estaba allí plantada como burlándose de toda fealdad y casi como queriendo demostrar que la primavera llegaba cuando quería y donde quería. Aunque también podría haber sido un error (mío, por supuesto) pues no era extraño en mí el darme cuenta de cosas que no existen o que al menos nadie más ha conseguido captar. Me quedé absorto en la flor y me maravillaba de las gotitas de rocío grisáceo que recorrían sus pétalos y tallo. Miré hacia el contador que indicaba el tiempo que restaba para que llegara el próximo metro, apenas faltaba ya un minuto. El andén estaba bastante lleno, pues el tren en el que viajábamos se había averiado y debíamos aguardar a que el siguiente nos transportase asardinados. Redirigí la vista hacía el color rojo que había nacido entrevías con la certeza de ver como iba a ser arrancada de cuajo por la maquinaría que se acercaba con la velocidad mortal y necesaria de esas horas de la mañana. De repente, la sombra de un hombre joven (de mi edad, quería decir) se interpuso entre la rosa y su muerte para arrancarla del empedrado y subir de nuevo al andén, con ella entre las manos. Un héroe. Un chico enamorado que sorprendía a su pareja y al resto de personas, pues la venida del tren era inminente.

Subimos al metro y nos amoldamos como pudimos a los recovecos y espacios vacíos que los cuerpos de los otros pasajeros habían intentado aumentar estrujándose todo lo que podían. Las caras de fastidio y de agobio, la mala leche general, eran el denominador común de todas las personas que allí se encontraban. Yo, debido a una serie de terapias de grupo para aprender a controlar mis sentimientos, me encontraba en un estado apacible de “matutino nihilismo suburbano” en el que me ensimismaba y concentraba en la felicidad de imaginar que estaba en otro sitio. Pero los frenazos y sacudidas del metro enardecían aun más el estrés y el calentamiento de los pasajeros. Volví a la realidad para contemplar justo delante de mí la sonrisa afable y ufana de una muchacha (casi una cría) que no parecía compartir aquel estado de violencia reprimida. Ni siquiera parecía sentirse apretada y apresada entre las extremidades del resto de seres. Su belleza y frescor contrastaba con la fealdad e inquina de todos los que allí nos encontrábamos, parecía reírse de la situación, de estar disfrutando del trayecto y de no sentirse oprimida por mi desaforada voluntad de seguir mirándola sin reprimirme. Ella compartía conmigo su felicidad y son sonrisa y jugaba a mirarme a los ojos y a dejar de mirarme un instante, como queriéndose hacer la ingenua o la malvada. Yo también ponía de mi parte y buscaba rozarla como sin darme cuenta, y cuando el metro nos sometía a la fuerza de sus frenazos, ninguno de los dos hacía por agarrarse a algo si no que en ese empujón divino encontrábamos el valor de acercar nuestros rostros lo máximo permitido entre dos desconocidos que se encuentran en un atribulado vagón muy de mañana. Pero aun así, no sabía si debía hablarle y estropear aquel divertimento que por su parte no iba a pasar de ahí, pero que por la mía hubiera sido el prólogo a la mejor historia de amor y de erotismo. El metro frenó bruscamente y muchos pasajeros perdieron el equilibrio pasando a aplastarse unos a otros. El conductor nos informaba por el altavoz de que debíamos bajarnos en la siguiente parada, pues un vagón (curiosamente) se había averiado. Quizás, entonces, podría encontrar la oportunidad de entablar conversación con la chica, al quejarme con algún lacónico sarcasmo sobre el servicio de transportes.

Habíamos tres veces más personas de las que debían estar en un andén normal a esa hora de la mañana, por lo que caminar muy cerca de la vía podía convertirse en un desatino mortal. Al bajarnos todos deprisa, perdí la pista de la chica y me quedé con las ganas (aunque sabía que nunca hubiera reunido valor para intercambiar media palabra con ella) de escuchar su voz, probablemente dulce y armoniosa. Caminé abriéndome paso a empujones por entre la gente para poder alcanzar la salida y tomar en la calle un autobús. Escuché un grito y desde arriba de las escaleras pude verla caer abajo cuando solamente quedaban unos segundos para la llegada de otro tren. Me estremecí un instante pues nadie se había dado cuenta de aquello y la flor coqueta rodeada de piedras sucias lanzaba aullidos de auxilio mientras que nadie saltaba allí abajo para arrancarla de la velocidad y de la muerte. No miré, seguí subiendo. El tren abrió sus puertas pero nadie entró. La rosa bajo la maquinaria, descompuesta y a medio sesgar, no había encontrado en mí al héroe que la salvase. Al fin, hubo alboroto y un gran desasosiego, y yo caí en la cuenta de que llegaba a la terapia un tanto tarde.

Moleskine

Un Moleskine es un cuaderno de notas con cubiertas de un tipo de tela llamada moleskin, posee además una banda elástica para sostener el cuaderno cerrado y un lomo que permite que el mismo sea abierto completamente. Los Moleskines son fabricados por Modo & Modo, una empresa italiana; que además posee la marca registrada "Moleskine". El impulsor más famoso del Moleskine fue Bruce Chatwin, que los utilizó en todos sus viajes, y escribió sobre ellos. La fuente original de Chatwin de cuadernos desapareció en 1986, cuando el dueño de la distribución en París donde él los compraba falleció llevándose el secreto a la tumba. El Moleskine moderno se forma gracias a las descripciones de Chatwin acerca de los cuadernos que él utilizó.

A pesar de que desde Modo & Modo se proclama que Picsso, Matisse y Hemingway utilizaban estos cuadernos, no queda claro que se trate de los mismos que describió Chatwin. Lo que sí está constatado es que estos famosos artistas utilizaban algún tipo de cuaderno de notas de bolsillo. Escritores conocidos que se sabe utilizan los Moleskine son Luis Sepúlveda y Neil Gaiman quien escribe en su blog acerca de su preferencia por los mismos.

Los cuadernos moleskine tienen una imagen de viajero romántico que Modo & Modo explota con acierto generando el culto hacia estos artículos. A pesar de ser más caro que un cuaderno de notas común, sus adeptos lo eligen por su calidad y diseño.