martes, 15 de mayo de 2007

I




Ya quiero que no emita pitidos
la línea que vigila tus latentes
percusiones verdes y parpadeantes.

Estoy de pie,
a veces asomado a tu letargo,
amarrado en tu orilla,
solo en la frontera
de los que estamos aguardando como estatuas
delante de cuerpos
con máscaras convexas.

El tiempo, creo, no es el tiempo,
es un pájaro azul en mi botella.

Batas verdes dibujando a la rutina,
mientras sábanas se manchan de esperanza;
en medio, van y vienen, las visitas.

Nuestra sala de espera cuenta chistes
también cuentan las pisadas sus baldosas
donde un hombre taciturno no cojea.

Mis ojos asfixiados inspeccionan
a todos los objetos que hacen falta
para seguir en este espacio ambiguo.
En este hotel donde nos dejan
nacer y morir; un mismo sitio.

Cableados translúcidos con líquidos amnióticos,
son el pan y son el suero, la sangre y el vino
que reparte la vida por tus venas.

El edificio es un cruce de caminos:
El del verde fósforo y el otro
tangente y mortal, ambos celestes y mezquinos.

Me escapo de la angustia de tu cama
y más aumenta ese pitido,
tan agudo y tan verde, que me para-
liza porque no me he despedido
de ti. Doy media vuelta,
y veo el verde urgente a la carrera
con cara de trabajo y de impaciencia.
Es humano el admitir que me ha aliviado
saber que ha sido otra, tú no eras.
Aún con horror, ahora, me doy cuenta
que no hubo ni pecados ni milagros
en esa habitación que ya no piso.
Porque sé que dios
–el Dios que Calla–,
ni aquí ni allá
ha sido visto.

lunes, 14 de mayo de 2007

FOTOS

Es cierto, las fotografías no sólo sirven para recordar momentos, también nos demuestran, aunque sea mirándolas con los ojos más ingenuos, que una vez alguien quiso retratarnos sonriendo, o dejar para la posteridad nuestra imagen impertérrita a su lado.
Es cierto, que puede verse, si se pone mucho empeño, una evolución interna de los seres por su forma de mirar al objetivo, que les da alcance y les dispara. Las sonrisas espontáneas y juguetonas de una pareja que abandona la adolescencia pueden transformarse con el tiempo para que luego pasen a ser el incómodo documento gráfico de un desencanto provocado por la inconmensurable desidia. Entonces, si quieres rescatar una sonrisa mínimamente encendida ya sea por nostalgia o por convencimiento, pues tomarlas todas, hacer una pila y pasarlas con rapidez a la altura de tu entrecejo, y así ver la película de los ojos, de tus ojos, para que al llegar a la última mirada compruebes si el final es feliz o como ya intuías, amargo.
Sin embargo, es cierto que puedes intentar agarrar la cámara de fotos, esas digitales tan plateadas y tan instantáneas que fabrican ahora, y salir a buscar tu sonrisa por el mundo e intentar modificar lo triste de la historia, puedes repetir algunas fotos poniendo lo mejor de tu alegría y fingir también que a tal hora, de tal día, de tal año éramos dichosos como enanos escapándose de un circo. Puedes imprimirlas si lo deseas y juntarlas a la otra pila. Comenzar la sesión de nuevo, con la vista muy atenta y volver a recordar los besos desempolvados, los abrazos que apretaban hasta achicarte el alma y arrinconártela en el pecho, puedes ver también que te costaba menos sonreír porque era casi automático; y al llegar de nuevo al final, la misma cara, la misma boca desencantada y las manos libres buceando en los bolsillos. Y te das cuenta de que sonríes, sí. Pero sabes, como sabe todo el mundo, que no se puede revivir un tiempo muerto.

jueves, 3 de mayo de 2007

GAFAS

“Mujer, el mundo está amueblado por tus ojos.”
Canto II, “Altazor”, Vicente Huidobro.


Resultó que al mirarme en el espejo por encima de las gafas, había comprendido que lo que realmente necesitaba era una óptica diferente desde la que mirar el mundo. Tal vez no un cambio demasiado radical, pero al menos, estaba decidido a intentar de nuevo una perspectiva diferente de la que mis ojos al desnudo me dejaban ver. A lo mejor aún no era tarde.

La aclimatación a mi nuevo estado iba a ser más peliaguda de lo que yo hubiera preferido; mas ya no cabía vuelta de hoja. Lo primero que hice fue buscar una cajita agradable para poder conservarla intacta –una rozadura accidental me hubiese causado más dolor que si me hubiera cortado la mejilla afeitándome– y no pasó ni un día hasta que apareció por casa una funda recubierta de tela de mala calidad, estampada con florecitas de colores fríos y con un cierre similar al de una mandíbula de cocodrilo hambriento. En su interior sobrevivía, lleno de pelusa, un trapito de color fucsia con los bordes triangulados donde podría reposar con dulzura cuando tuviera que marcharme a dormir, solo. Le hice un sitio en el cajón de la ropa interior, cerca de mi lado de la cama, y fabriqué para ella un mullido colchón con mis calzoncillos y unos pañuelos de algodón acartonados ya por su último uso excesivo.

Con el paso de los días me fui sintiendo más acompañado por aquel antifaz de pasta de color blanco y rosa pálido, con una brillante lágrima dorada en las esquinas de la montura y unos cristales no demasiado gruesos, debían ser de una dioptría y media cada uno. No sabía si mi madre se alegraría demasiado de verme con ese aspecto, sin embargo, se había pasado años llevándome a ópticas y a oftalmólogos para pasar revisiones oculares sin el menor éxito por su parte, estaba convencida de que mis horas muertas frente al televisor no podían ser sino dañinas para una retina tan cándida e ingenua como la mía. Los primeros días fueron de adaptación: llegué a padecer mareos y dolores de cabeza tremendos, parecían no estar hechas para mí. En cambio, yo tenía la esperanza de que en este nuevo esfuerzo mis ojos se acostumbraran a esta forma de contemplar las cosas; si uno tiene paciencia, los polos opuestos terminan por atraerse, aunque a veces suela significar un dolor añadido. Si alguna vez os habéis colocado unos aumentos que no os eran propios ya sabréis que al principio es como caminar en un mundo de sueño donde las formas, las distancias e incluso los colores, son una mezcla variopinta similar a la visión tunelada de un borracho enamorado en su punto álgido.

La verdad: no era capaz de hacerme a ellas completamente. Yo seguía sintiendo que las necesitaba porque cubrían un vacío que se había originado en mi pecho hacía ya algún tiempo. Transcurrieron un par de semanas y me dispuse como cada tarde a salir a la calle para pasear con el objetivo de ir tomando correctamente las distancias y los objetos que debía intuir, que memorizaba gracias al ímpetu por que todo funcionase. Pero ellas no ponían de su parte. Me daba cuenta de que se sucedían los días y mi vista no mejoraba lo más mínimo y si lo hacía, era tal la lentitud que casi apenas me lo parecía. Comenzaba a angustiarme un poco, pero todavía me sobraba ilusión. Lo idílico de los primeros días se iba desvaneciendo a medida que pasaba el tiempo. Como un espía cautivo, yo me resistía a dar mi brazo a torcer y a admitir que al final tendría que ceder a una fuerza mayor, pero mis esperanzas se iban reduciendo inexorablemente. Temía dejar de usarlas, pero si no conseguía ser más fuerte, me dañarían para siempre. De todos modos, me empeñaba y me esforzaba en ver el mundo desde esas dos lentes porque creía que así podría ser todo como yo siempre había deseado. Desprenderse de algo por lo que tienes un afecto tan infundado siempre es difícil, pero llega el momento en el que ves que tu propia integridad o identidad dependen de ello.

A mi no me importaba que esas gafas me fueran restando visión día tras día, ya pensaba que me había acomodado a ellas debido a que las caras de las personas iban retomando su antiguo aspecto, las reconocía mejor y no sólo gracias a la voz. Mi madre nunca comprendió mi posición pues opinaba que lo que realmente me ocurría era que no quería ver las cosas como eran y que me empeñaba en obviar la realidad. Ella siempre ha sido una mujer muy intuitiva.

En este rutinario paseo, mis pies me condujeron a una cafetería cercana a la plaza del ayuntamiento. Llevaba mucho tiempo sin pisarla pero mantenía la expectativa de que la camarera todavía se acordase de mí aunque fuera vagamente. Antes, yo venía muchas tardes y creo que llegó a saber mi nombre. También a ella le resultó bastante raro verme con las gafas, aunque no se atrevió a preguntar nada, excepto qué cosa deseaba tomar. Le pedí que me trajera lo de siempre, pero sin el menor esfuerzo por recordarlo me preguntó por segunda vez que qué iba a ser; lógicamente ya no se acordaba. Un café y una palmera de la que me comería la mitad, pues era muy grande para mi solo. Lo de siempre se había convertido en lo de ahora. Y lo de ahora ya no era lo de entonces.

Aproveché para ir al lavabo mientras llegaban los cafés y la palmera. Al verme reflejado en el espejo con una amarillenta luz tan insalubre, descubrí apenas ya con la visión borrosa –esta vez mirando a través de las lentes– que aquellas gafas nunca iban a poder ser de mi talla. Había caído en la cuenta de que me apretaban las sienes hasta el punto de habérseme comenzado a caer el pelo de esa zona. Tomé una decisión precipitada. Me costó horrores pero logré arrancármelas de cuajo. Cuanto más incomodas se me hacían, más inseguridad me provocaba desnudar mis ojos. Aunque pensaba que sin ellas estaría perdido, en esta ocasión me juré que iba a ser diferente.

¡Ya estaba bien! Dos veces era demasiado. Tenía que apartarlas de mi vida. Me levanté de un salto. Por supuesto, no había sido culpa mía en esta ocasión. Al lanzárselas con desprecio casi derramo su bebida y tiro mi palmera: no daba crédito. Hice todo lo que estaba al alcance de mis manos, pero no pudo ser. Emprendí el camino hacia la calle. Tenía que aceptar las cosas definitivamente y por mucho que me costó, las abandoné en la mesa y me largué con la intención de no volver la vista atrás. Ella lo pagaría todo.

¡Cuál fue mi sorpresa al salir al mundo real y comprobar que sin ellas veía la vida peor que nunca! Como si de una pesadilla borrosa se tratase, todo daba vueltas y nada era como antes de toda esta maraña. Los mareos y los dolores de cabeza regresaron al instante, no podía ver con ellas pero sin ellas tampoco. Me arrodillé en plena calle buscando la frialdad del suelo firme, alcé la cara hacia una lluvia que no caía; y al fin, comprendí, mientras la sal de mis lágrimas curaba y escocía la dolosa ceguera de mi alma, que a partir de entonces, ya siempre miraría de otro modo.

FIN