lunes, 22 de diciembre de 2008

Reflexiones de un hombre cotidiano (1)


Aquí no pasa nada. No es una historia, ni un cuento, ni un relato, ni nada que tenga principio y final. ¿OK? Aquí no pasa nada. No hay historia de amor, ni de asesinatos, ni nadie persigue a nadie, ni pasan cosas raras. Esto es el metro. ¿OK? ¿Estamos? Es el metro o un autobús, me da igual. Me da exactamente lo mismo. Lo venía pensando esta mañana, lo he visto claro. He tenido una iluminación o una alucinación o yo que sé. Pero lo he visto claramente delante de mis ojos. He visto mujeres a las que no les pasaba nada. Absolutamente nada. Tenían cara de nada, absoluta e infinita. Tenían la nada inscrita en sus frentes y en sus pómulos y en sus mandíbulas. Casi vomito de angustia. Casi echo la pota allí mismo, delante de todas ellas. Era el fin del mundo delante de mí. Que va, ni siquiera era el fin del mundo ni de nada que se le pareciese. Había una mujer bajita, con gafas pequeñas como ella y con ropa normal, un forro polar rojo y unas mechas pobres en su melena sucia y rizada. Una mujer sin edad determinada leyendo un libro –una novela– sobre la orden del temple. ¿Qué tiene que saber ella de la orden del temple? ¿Qué le importa a ella la orden del temple? Se le van las mañanas en esa orden, precisamente, de caballeros templarios fuertes y robustos. Viriles y armados. Es eso. Se le importa una mierda la orden del temple, ella sólo piensa en esos hombres armados y peludos, malolientes y sanguinarios. Miro como sonríe mientras lee. Es feliz. Brindo por ella, por ello. Qué felices somos los dos, ella en su libro y yo en ella. Al lado tiene a otra mujer. Ésta es más alta pero tiene cara de pena, bueno tiene cara de nada pero con matices de pena o de hastío o de cansancio. No me extraña, es un lunes de finales de diciembre y sólo unos pocos pollos vamos ahí metidos a trabajar o lo que sea que haga la gente. Pues eso. Ésta es más alta pero no lleva nada entre las manos. No lleva libro, ésta no lee. No se jacta delante de nadie de que lee. Oye, mira, yo es que leo cada mañana, dicen, yo leo libros gordos. Así de gordos, ¿eh? Sí, me gustan los libros. Los libros están bien. Muy bien. No me quejo de los libros, no tengo queja. Las novelas históricas, que pasen cosas, que yo aprendo mucho, ¿eh? Soy una esponja gigante a las ocho de la mañana. O sino de espiritualidad o de cómo ser feliz. Soy tan feliz leyendo libros sobre cómo ser feliz. La felicidad es eso. Aprendo tanto. Están bien esos libros. Muy bien. Ojalá me gustaran esos libros a mí, que pena, lo digo de verdad, de corazón. No estoy siendo irónico, por favor, ni en broma. Bueno, esta mujer escucha música en su mp3. No quiero saber qué escucha, no me hace falta. Me lo imagino. Una música cojonuda. En el fondo me imagino una banda sonora matutina en los iPods de todas las personas que viajan conmigo. Todos escuchando la misma canción al mismo tiempo, cantándola mentalmente, un coro de voces mentales. Eso es la armonía o se le debe de parecer mucho. Todos con el mismo iPod y la misma canción, el mismo cantante. Todos con la misma novela, leyendo sobre códigos secretos, sobre sombras o sobre pilares. Sobre catedrales y magos. Somos todos felices. Ellos en sus libros y en sus canciones. En su libro y en su canción. Ellos en ello. Y yo allí, a su lado. Mirando con una sonrisa de oreja a oreja cómo esa persona que son todos va leyendo su libro y escucha su canción, ausente. Yo le vigilo de cerca, le protejo de todo. Que no venga nada a sacarte de eso, estoy contigo. A muerte. Soy el superhéroe matutino que vela por tu felicidad. Que no vengan a joderte pidiendo o cantándote horteradas con un acordeón. Es un viaje infinito. Es como la vida. Al final el metro son dos personas: todos ellos y yo. Aquí no pasa nada. Está bien así. No queremos que pase nada, absolutamente nada. Aquí solo queremos que alguien se tire a la vía. Acción. Nos gusta la sangre. A mis amigos y a mí nos gusta eso. Llegar tarde al trabajo y contar una historia. He visto sangre, dicen. He visto un cuerpo muerto en medio de la vía. Déjame que te cuente, como ese libro. Pues eso. Nos gustan las historias buenas a mis amigos y a mí. Pero aquí no pasa nada. Y hasta yo me angustio. Se merecen algo bueno mis amigos, se lo han ganado. No tenemos vacaciones, somos los tontos de la ciudad que siguen viajando en metro cuando la mitad de nosotros está pensando en unas vacaciones. Al final los caballeros templarios nos aburren y las canciones. Queremos acción. Que nos pase algo que no les va a pasar a los otros. Hoy queremos llegar tarde al trabajo y contar una historia. Cerrar las novelas de golpe y arrancarnos los cascos de las orejas. Así, de forma salvaje. Notando un breve tirón. Me voy a levantar por mis amigos y por mis amigas. Por la señora que está de pie y que va a aprovechar que me vaya para sentarse, aunque sólo le queden dos paradas para apearse del viaje infinito. Me voy a bajar en la siguiente parada y voy a salir corriendo como un loco. Me dará tiempo. Dios está de mi parte esta mañana, lo presiento. Dios está bien. Y yo con él. Estoy feliz, maldita sea. Me voy corriendo hacia delante en el andén, casi vuelo. Soy el hombre más rápido de toda la historia. Soy un héroe. Soy un superhéroe. Me voy a lanzar a la vía para que me corten en dos y mis amigos –joder, como les quiero– puedan contar que han visto cómo he muerto. Aquí. Ahora. Aquí. Donde nunca pasa nada.