viernes, 13 de febrero de 2009
Perdedores radicales (II)
“La culpa es tuya.” Asume esto.
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No hagas nada. No la toques. No te acerques más de lo estipulado. Ella te dirá cuando. Ella te dirá dónde. Es una frontera, es un lenguaje: sirve tanto para unir como para separar a las personas, a menudo a las mismas que se están comunicando. El canal está abierto, pero no estáis comprendiendo el código. Bill Clinton. Julio Cesar. Napoleón Bonaparte. Zeus. María Antonieta. No estás a la altura, reconócelo, sólo hay que ver los otros nombres. Deja que se vista, termina tu masaje. Es verano. En otra franja horaria no es delito. Aquí no pasa nada, salvo el sexo.
jueves, 29 de enero de 2009
Ganadores radicales (I)
Como explica Enzensberger (probablemente haya escrito el apellido mal en alguna de las dos ocasiones), el Perdedor radical se reconoce como un igual entre aquellos a los que llama "los causantes de su desdicha". Y este reconocimiento, para mí, puede ir enclaustrado en la temática del Doble, en el que el resultado trágico de tales personajes está íntimamente relacionado con su propia imagen -aunque a veces incluya una desemejanza. Dicho esto, copio y pego el fragmento del trabajo que relaciona el Doble con lo siniestro, y lanzo la primera entrega de "esto".
La literatura fantástica y su relación con lo siniestro
En palabras de Todorov, lo fantástico aparece cuando en un mundo como el nuestro se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar. El que percibe el acontecimiento debe optar por una de las dos soluciones posibles: O es un fallo de los sentidos, una ilusión y las leyes del mundo siguen intactas. O realmente se ha producido ese acontecimiento y entonces la realidad está regida por unas leyes que desconocemos. Lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre.
Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural.
Lo fantástico implica una integración del lector en el mundo de los personajes. Se define por la propia percepción ambigua que el mismo lector tiene de los acontecimientos relatados. Queda claro, pues, que la vacilación del lector es la primera condición de lo fantástico.
También cabe decir que un relato fantástico no debe de ser leído de una forma poética o alegórica. El autor relata acontecimientos que no son susceptibles de producirse en la vida diaria, si nos atenemos a los acontecimientos corrientes de cada época. Desde el punto de vista del lector real ha de surgir un sentimiento de temor y de terror. En algunos casos, la locura puede ser utilizada para recrear cierta ambigüedad en los relatos.
En la introducción a la Antología de literatura fantástica de Borges, Casares y Ocampo, también se hace hincapié en la tendencia realista de la literatura fantástica. Es decir, hay que hacer que en un mundo plenamente creíble suceda un solo hecho increíble. No obstante, un aspecto tan importante como el factor sorpresa se trata de la siguiente manera:
“Si estudiamos la sorpresa como efecto literario, o los argumentos, veremos cómo la literatura va transformando a los lectores y, en consecuencia, cómo estos exigen una continua transformación de la literatura.”
Es decir, la sorpresa como todos los efectos literarios, pero más que ninguno, sufre por el tiempo. Para que la sorpresa de argumento sea eficaz, debe de estar preparada, atenuada. Es quizás por eso, que una de las diferencias radicales entre las cuatro obras escogidas es que dos de ellas contienen la figura del doble como elemento sorpresivo al final de las narraciones. Las otras dos, que las suceden en el tiempo, ya no utilizan este recurso como sorpresa final si no que parten de él para explicar la historia.
Todorov, en su libro, hace poca referencia al tema del doble respecto a la literatura fantástica. Lo incluye dentro del desdoblamiento de personalidad y lo trata del siguiente modo:
“Generalizar el fenómeno de las metamorfosis y decir que una persona podría multiplicarse fácilmente. Todos nos sentimos como varias personas a la vez, en este caso, la impresión habría de encarnarse en el plano de la realidad física.”
Por otro lado, lo siniestro, siguiendo siempre a Freud, está relacionado con el vocablo alemán “Unheimlich”, es decir, lo que está próximo a lo espantable, angustiante y lo espeluznante. Lo siniestro nos causa espanto porque precisamente nos es familiar.
Uno de los procedimientos más seguros para evocar fácilmente lo siniestro mediante narraciones consiste en dejar que el lector dude (al igual que veíamos que sucedía con el relato fantástico) de si determinada figura se le presenta como una persona o un autómata. Pero esta incertidumbre no puede ser el punto central de la narración.
Respecto a la relación entre lo siniestro y la figura del doble, Freud apunta que el doble es un desdoblamiento del yo, una partición del yo, una substitución del yo, es decir, un constante retorno de lo semejante. Existe pues una cosificación del yo que pretende verse desde fuera. De hecho el vocablo alemán Doppelganger al que hacíamos alusión más arriba, también ha servido para describir el fenómeno por el cual una persona puede ver su propia imagen por el rabillo del ojo.
Según Rank, el doble fue primitivamente una medida de seguridad contra la destrucción del yo, un “enérgico mentís a la omnipotencia de la muerte”. Sin embargo, su uso en la literatura fantástica ha hecho derivar el doble en un siniestro mensajero de la muerte. Freud habla de un cierto protonarcisismo aludiendo al personaje mitológico de Narciso. Éste, como cuenta el mito, murió enamorado de su propio reflejo.
Finalmente, Freud apunta a una especie de alusión a la semántica de los mundos posibles en el siguiente párrafo:
“Pero no sólo este contenido ofensivo para la crítica yoica puede ser incorporado al doble, sino también todas las posibilidades de nuestra existencia que no han hallado realización y que la imaginación no se resigna a abandonar, todas las aspiraciones del yo que no pudieron cumplirse a causa de adversas circunstancias, la ilusión del libre albedrío.”
jueves, 1 de enero de 2009
Carta de ajuste
Blanco. Amarillo. Cian. Verde. Púrpura. Rojo. Azul. Negro.
Amigos.
Todos los que me miran desde casa:
El hombre,
que sale por la tele...
¡El hombre que sale de la tele!
Tiene un tono lúdico-festivo.
Tiene share, ¿entiendes?
Tiene todo lo que a tí te falta.
Es el hombre de la tele, amigo. El hombre que sale por la tele.
No quisieras salir tú por la tele.
Sin embargo,
tú quisieras ser el hombre de la tele. El hombre que sale de la tele.
Y te araña. Y te muerde en la mejilla. Y te clava los pelos de su barba.
El hombre de la tele tiene barba. Tiene barba de tres o cuatro días.
El hombre de la tele es elegante.
El hombre que sale de la tele
se sienta en tu sofá,
te mira.
Tiene el mando a distancia. Tiene el mando.
El hombre que sale de la tele, amigo. El hombre de la tele.
No quisieras serlo, amigo.
El hombre de la tele. Habla.
El hombre de la tele. Ríe.
El hombre de la tele. Exclama.
El hombre de la tele. Que se apaga.
Es el hombre que sale por la tele, perdón:
El hombre que sale de la tele.
Que se sienta en tu sofá y te dice:
Eh, amigo. Soy yo, amigo. ¿Lo adivinas?
Soy yo,
soy el hombre que sale de la tele.
Soy yo,
soy el hombre que te lleva viendo, uf, tantos años.
Soy el hombre que te mira sentado,
que te mira de espaldas,
que te mira tumbado,
que te mira mientras hablas con tus padres,
con tu novia,
que te mira cuando hacías los deberes,
que te mira cuando merendabas,
que te mira mientras lees una revista,
que te mira cuando duermes,
que te mira cuando comes,
que te mira riendo,
que te mira mientras hablas por teléfono,
que te mira cuando follas,
que te mira cuando vienen los amigos,
que te mira cuando no me estás mirando.
soy el hombre que sale de la tele y que te mira:
por la tele.
Soy el hombre.
Yo, soy el hombre. Tú, eres la tele.
Tele nuestra que estás en la tele.
Televisada sea tu tele.
Venga a nosotros tu tele.
Hágase tu emisión así en la tele como en la tele.
Danos hoy nuestra tele de cada día...
Somos los hombres que salen de las teles.
Soy el hombre de la tele.
Soy el hombre que sale de la tele.
Blanco. Ama-
rillo. Cian. Ver-
de. Púrpura. Ro-
jo. A-
zul.
Negro. Muy, muy negro.
Negro.
¿Quién soy?
lunes, 22 de diciembre de 2008
Reflexiones de un hombre cotidiano (1)
martes, 28 de octubre de 2008
En una clase de primaria
- (toda la clase) ¡Holaaaaaa!
- Ahora Florient se va a subir encima de la mesa y nos va a cantar una canción de su pueblo. Venga Florient, súbete a la mesa. ¡Sube!
- Señorita, ¿por qué es negro?
- Pues porque sus padres y toda su familia lo son.
- ¿Y por qué lo son también?
- Sube, Florient. No te dé vergüenza. Pues porque del lugar de donde Florient procede, todos son negros. Pero no es nada malo. Hay que comprenderlo, ¿vale?
- ¿Nos vamos a poner negros nosotros también, señorita?
- No digas eso Alba. Aquí nadie se va a poner negro. Él será el único negro y por eso le tenemos que aceptar como si fuera uno más.
- ¿Por qué no se sube a la mesa, señorita? ¿Es malo?
- Venga Florient, sube que podamos verte todos. Que te quieren conocer tus nuevos compañeros.
- Y… y… y… Se… se… señorita, ¿por qué no habla?
- Todavía tiene que aprender nuestro idioma, pero le ayudaremos. Con palabras rápidas y cortas, ¿vale? Sube, Florient, vamos pequeño. Sube a la mesa. Sube.
- ¿Es un “migrante”?
- Se dice inmigrante. Recuérdalo bien. Sí, Florient es un inmigrante de segunda generación.
- ¿Qué es eso?
- Pues que ha nacido aquí, pero sus padres son de fuera.
- ¿Y si ha nacido aquí, por qué es negro todavía?
- Sube Florient. Sube, va. Déjanos que te veamos bien para empezar a tolerarte.
lunes, 13 de octubre de 2008
Barcelona, miércoles, 11:50 a.m., primavera ventosa. (Españalandia)
- ¡¿Pero hombre, qué está haciendo?!
- Multarle.
- ¡¿Por qué?!
- ¿Es que no lo ve usted? Fíjese cómo ha aparcado.
- ¿Cómo he aparcado?
- Sí, sí.
- No, le pregunto sorprendido que ¿cómo he aparcado?
- Pues torcido.
- ¿Torcido?
- Sí, y además la mitad del coche está más cerca del bordillo que la otra.
- Pero bueno, unos centímetros…
- Ay, unos centímetros, unos centímetros…
- Pero si es zona azul. ¿Qué digo? Verde, es zona verde. ¡Que me ha costado un pastón!
- Tampoco se altere, amigo.
- ¿Cómo que no me altere?
- Es que está usted delante justo de “La Pedrera”.
- Bueno, pero se podía aparcar, ¿o no?
- Claro, pero aparque usted bien. Recto, en paralelo perfecto al resto de coches y en perpendicular a la acera. El culo de su coche y la fachada de “La Pedrera” tienen que ser dos líneas imaginarias que se crucen en el infinito.
- ¿Y eso?
- No querrá dar una mala imagen de Barcelona, ¿no? Piense usted en los turistas.
- Ah, claro… No había caído… Los turistas…
miércoles, 11 de junio de 2008
¿Anti-mutantes? // ¿anti-anti-mutantes?
Aunque la propuesta de antología de narradores -y esto no incluye unicamente cuentos, sino cualquier forma de prosa- al margen del cánon es sin duda necesaria y por lo tanto obvia, he lamentado el discurso final que ha tomado el acto. Juan Francisco Ferré nos ha contado lo que era o son los mutantes de esta literatura que llamamos nacional -aunque yo hubiera preferido expandir el territorio e incluir a cualquiera que se exprese en lengua castellana o, bien, por otro lado, incluir textos de otras tradiciones españolas en lenguas que no son el castellano -es decir, lo sabemos todos: catalán, gallego y vasco-. Si uno busca un poquito por internet en los sitios adecuados encontrará información de primera mano de que es lo que se denomina este tipo de escritor, se antologan muchos y muy variados: Eloy Fernández Porta, Robert-Juan Cantavella, Jordi Carrión, David Roas, Javier Calvo (un cachondo) y Flavia Company entre otros. He citado a los que han acudido hoy, que han hecho el esfuerzo y el gesto de acudir, supongo que por proximidad. Pero hay muchos otros de entre los que cabe destacar a Manuel Vilas, Agustín Fernández Mallo, Javier Calvo, el propio Juan Francisco Ferré o Vicente Luis Mora. Cada uno aporta algo, ya sea un cuento, un texto visual, un fragmento de novela o lo que sea; y cada uno ha dedicado unas palabras, unos mas y otros menos en función de sus ganas de participar o de su ego -esto es así, también-. Como siempre se han manifestado no como grupo ni como generación, si no como un conjunto de autores que rondan una fecha de nacimiento en torno a los años 70 y que tienen por influencias más allá de las literarias las audiviosuales y musicales en el formato que guste, y que sobre todo, no desperdician la oportunidad de la abyección ni de la ironía. Hasta aquí bien.
Ahora empieza lo que me ha parecido que sobraba y que algunos de los presentes en la mesa han intentado "detener" sin mucho éxito. Al final de su intervención introducctoria como antologísta, Juan Francisco Ferré ha soltado el "bulo" por llamarlo de algún modo de que cierto crítico apoltronado que él no ha dudado en calficiar como acelga en olla podrida -y esto es totalmente deleznable, porque en un acto cultural o publicitario (ambas cosas en este tipo de encuentros suelen ser exactamente lo mismo) está dedicando su tiempo a confeccionar una antología anti-mutantes. Luego ha acudido al correlato del comic marvel y ha dicho que el enemigo de los mutantes en este tipo de historias es el científico racionalizador, es decir, el antagonista que tiene tanto poder como el protagonista y que lo dedica a contrarrestar la naturaleza de éste. Lo que en literatura equivaldría a decir que un crítico solvente como Fernando Valls (y este nombre ha salido a regañadientes gracias a que Javier Calvo, convertido en el adalid de la curiosidad de todos o al menos la mía) se dedique a proponer su antología. Lo cual es totalmente admisible y si bien es más, totalmente deseable. En esto último han coincidido todos menos Ferré.
Jorge Carrión en un ataque de buen gusto ha tratado de devolver al acto su valor propagandístico (en el sentido sano de la palabra) y de recordar que estabamos allí para hablar de ese libro y no de uno fantasma que no se sabe con certeza de su posible publicación. Pero la semilla había germinado. Se ha calentado la boca y ha seguido largando entre las caras atonitas de escritores como Eloy Fernández Porta o Robert-Juan Cantavella, es decir, de punta a punta.
Yo lo que lamento es la actidu del antólogo, no la buena idea del libro si no la mala de idea del otro libro. Quiero decir, que es normal que exista una antología alternativa (curioso término tratándose de que los alternativos, en principio, son los mutantes) que proponga a otros autores. El cánon es algo siempre subjetivo y que siempre resplandece por los nombres que faltan y nunca por los que están puestos. Lo mismo le pasó a Harold Bloom en su día, y era Harold Bloom. Y que como dice el refrán falsamente atribuido al Quijote: "Nos ladran Sancho, señal que cabalgamos." Y que el diálogo siempre es bueno para que surjan nuevas ideas y propuestas, y que nadie tiene la razón absoluta en nada, y que recuerden que son ellos los que tratan de mover el paradigma de literatura española, que se atengan a las consecuencias de ello. Por que actitudes como la de esta tarde en Ferré puede hacer que muchos mutantes se conviertan en seres invisibles a sus ojos y acaben desconfiando del producto que hoy trataban de vender. En el libro nos venden una lista de nombres, no de textos, pues bien yo me la he comprado a ver que hay de bueno y de nuevo. Sin duda, por lo que he visto esta tarde, me compraré esa dichos antología anti-mutantes de Valls, si es que existe. Y por lo tanto seré consumidor y lector de esta literatura que por lo menos da signos de quere moverse o decir algo.
Para terminar explicaré una anecdota que nos ha contado Eloy Fernández Porta. Cuando era pequeño y fue a ver La "Guerra de las Galaxias" con su padre este le preguntó: "Papá, si las galaxias son tan grandes y tienen tanto espacio, ¿por qué se pelean entre ellas?" Y su padre le contestó: "Para que tú compres la entrada". Pues eso. Carrión ha sentenciado que es normal que cuando una galaxia se siente atacada salgan los Jedis a defenderla. Y Calvo a contestado: "¿Nosotros que somos los Jedis o el lado oscuro de la fuerza? Yo quiero ser el lado oscuro de la fuerza: los malos."
domingo, 8 de junio de 2008
¿Qué es la Postmodernidad?
Leyendo los dos libros de Jean-François Lyotard en los que me baso para responder a esta complicada pregunta –La condición postmoderna y La posmodernidad (Explicada a los niños) – la idea principal que debo recoger es la de que la Postmodernidad no es en si misma el fin de la Modernidad, sino más bien un estadio de poner a cero el marcador de la Historia.
La Modernidad, desde el siglo XVIII y con el inicio del proyecto de las Luces, ha tenido el acompañamiento de lo que Lyotard ha dado en denominar los “metarrelatos”, esto es, narraciones de carácter universal que tenían como conclusión la consecución de un proyecto espiritual por parte del ser humano, las cuales le proporcionarían felicidad y sabiduría total al común de los hombres. Esta idea de metarrelato, que podemos identificar en el Ideal de la Ilustración, en el Marxismo o en el mismo Cristianismo (si lo encaramos a las religiones de la antigüedad) como ejemplos notables, en la sociedad postmoderna ha dejado de tener legitimidad, o lo que es lo mismo, han perdido su función estabilizadora. Todo metarrelato contiene en si mismo la idea de evolución y de progreso humano: en la Ilustración estaba abanderado por la salida del Hombre de su infancia para atreverse a pensar por si mismo, lo que Inmanuel Kant expresó con su “Sapere aude!”; en el Marxismo se habla de un materialismo histórico, de una lucha de clases, y de una revolución obrera que culminaría con una dictadura del proletariado sobre la burguesía; y en el Cristianismo se habla de un sacrificio en la Tierra para poder acceder a un Paraíso al final de los días. Como vemos, a diferencia de los mitos de la antigüedad, estos no se caracterizan por la intención de justificar unas instituciones que encontramos en el presente, no se dan como ciencia, sino como saber. El objeto de la Modernidad no está en la creencia ni en la superstición, está en la búsqueda de la perfección y de la felicidad constante y final.
Lyotard se basa sobre todo en lo que el denomina “la condición del saber” definiendo y delimitando un saber narrativo de un saber científico. La particularidad de ambos es que sin proponérselo se valen el uno del otro y se justifican el uno en el otro. Actualmente, ante el desengaño barroco y la desazón frente a los metarrelatos, parece ser que la técnica o, mejor llamado, la tecnología, se ha erigido como centro legitimador de las sociedades actuales. Los ensayos de Lyotard, aún teniendo más de veinte años, no pueden ser si no reales en nuestros días. Es sorprendente como el estado actual de las universidades españolas responde punto por punto a lo descrito en La condición postmoderna. En el sentido romántico de la institución, la pedagogía universitaria tenía como objetivo la transmisión del saber de forma total y generalizadora. Sin embargo, en la Universidad actual, y cada vez más con la consecución del famoso Plan Bolonia, más que la propagación del saber y la generación de nuevos savants, lo que se trata es de la formación de expertos en materias cada vez más diversificadas y que responden a las necesidades del mercado laboral, y en su fin, del Capital. Esto es importante, pues significa la victoria del modelo capitalista en contra del modelo marxista, y supone el auge de la inversión en investigación, no de forma altruista y por la mera acción de trabajar en un proceso universal de evolución y mejora (el proyecto de la Modernidad), si no por simple aumento de la riqueza por parte de las empresas. El saber se convierte en riqueza, y el que mayor saber consigue, mayor poder obtendrá. Ya no investigamos en las universidades, si no en las empresas o desde / para las empresas. La propia emersión de la tecnocracia tiene la pretensión de obtener un placer inmediato en lugar de perpetuar la espera de un final feliz que no aparece nunca. Auschwitz o el Gulag, son los ejemplos del fracaso del proyecto moderno. El sueño de la razón produjo estos monstruos y desde entonces se trata de volver a un punto cero en la Historia, para volver a empezar. La discusión con Habermas aparece en este punto, éste no piensa que el proyecto de la Modernidad esté finiquitado, si no que piensa que aún es posible retomarlo y finalizarlo positivamente.
De otro lado, la estética postmoderna que surge de la obra de Lyotard suele considerarse como investigadora de lo sublime. Como hemos repetido anteriormente, no comprende una ruptura total con la estética modernista, si no que es una parte de lo moderno entendido como estilo, como apunta el propio Lyotard: “Lo posmoderno es indudablemente parte de lo moderno, sería lo que, en lo moderno, presenta lo impresentable en la propia presentación.” De este modo, tampoco lo figurativo y lo discursivo no deben considerarse como secuénciales o como rasgos de lo posmoderno y lo moderno respectivamente. El estilo posmoderno procede sin reglas predeterminadas en la literatura anterior, abre un nuevo camino no recorrido anteriormente, sin embargo se sirve de una mirada entre irónica y nostálgica a formas del pasado como búsqueda de un punto cero y del inicio de una nueva etapa.
viernes, 6 de junio de 2008
Entrevista a Agustín Fernández Mallo
1.- ¿Has practicado la lectura de libros de teoría o crítica literaria, antes o durante la escritura de tus obras? En caso afirmativo, ¿cuales crees que te han ayudado más?
R: nunca leo libros de Teoría Literaria, salvo casos muy especiales. Leo mucho más de crítica de arte, estética, arquitectura o sociología. Pero mientras estoy escribiendo una obra es muy raro que lea nada sistemáticamente. Leo trozos de cosas que voy pillando por el mero afán de no perder el hechizo en el que me tiene la escritura en ese momento.Libros de estética y filosofía que me han interesado: muchos, muchos. De memoria: La fresca ruina de la tierra (Félix Duque), Ironía, Contingencia y Solidaridad (Rorty), La Buena Vida (Iñaki Abalos).
2.- Si tuviéramos que trazar un círculo de referencias anteriores a tu obra literaria, ¿cuales de ellas podrían situarse durante el último tercio del siglo XX? ¿Cuales podrían ser anteriores al propio siglo XX?
R: Anteriores al siglo20: san Juan de la Cruz. Después: Borges, Cortazar. Ballard, DeLillo, Thomas Bernhard, Valente, Juan Benet, por ejemplo. Pero me han influido más las lecturas de ciencias, o de arte, mucho más.
3.- ¿En que lector piensas cuando escribes?
R: En ninguno, ni siquiera pienso en mí, sólo en los movimientos internos de la obra.
4.- ¿Consideras la Posmodernidad como período acabado, situándonos así en una época que unos críticos han denominado pangeica o afterpop; o por el contrario opinas que seguimos en una Posmodernidad cuanto menos tardía?
R. Considero que la Posmodernidad no ha terminado. Esto nos llevaría muy lejos, es largo de explicar, pero para mí la posmodernidad como movimiento estético-socio-político, continúa, aunque transformadamente. Y como modelo personal de visión del mundo, creo que ha existido siempre, porque sólo es una manera de mirar el mundo, y no una forma concreta y objetivable del mundo. Saldrá un artículo que he escrito sobre esto en Babelia.
5.-¿A la sombra de que referentes consideras tú que podemos llegar a comprender mejor tus textos, desde tu punto de vista actual?
R: No sé, ya comenté mis influencias. Por lo demás, leyendo antes mi poesía.
miércoles, 4 de junio de 2008
Cuando abres Afterpop, ya no hay stop
sábado, 31 de mayo de 2008
viernes, 30 de mayo de 2008
"Dinero" de Pablo García Casado
miércoles, 23 de abril de 2008
Sant Jordi: el día del libro (mediático)
martes, 22 de abril de 2008
Un poco de cadaver exquisito, ¿no?
Legumbre de lo cotidiano
Nunca volví a ver la casa del bosque.
La miró a los ojos y escupió. Se sentía asqueado
del azar y otros placeres movedizos.
Sin duda alguna, la lechuga era su plato favorito
y la chica de los ojos casi rasgados como pomas de galleta:
¡Cuidado!
El soplo de las pestañas recogidas en dos lazos.
Volvió a golpearse con la farola.
Ciertas medias caóticas con nombre de reina judía.
El perro, ese animal tan noble.
Érase una vez.
Porque sí
Alucinante. A mí por lo menos me lo pareció en un primer momento. Roza lo sublime: gente destrozando sus circulos sociales por dinero. Un espejo dantesco de nuestra propia sociedad. Pero lo patético es que ni tan siquiera la cantidad final es abrumadora como par tan alto pago. Es la atracción de la victoria lo que te puede hacer quemar todas tus naves con tal de decir: llegué más lejos que nunca. Al traspasar esa meta, la soledad del corredor de fondo se hace más plausible y más ácida. Pero yo, como en un Circo, participo de ello y me río y pido más carne de orgullo. A lo mejor yo haría lo mismo, tengo tantos secretos como cualquiera de vosotros. Lástima que no sea telegénico.
Quedan trece minutos para entrar a trabajar y veo que el texto va creciendo sin ton ni son y sin un argumento sólido, lo cuál comienza a darme bastante lo mismo, pero tomo nota, por si acaso. Otra día explicaré aquí mi famoso sueño sobre Finlandia y mi propio psicoanálisis acerca de éste. Para los que no tengáis demasiadas nociones me tomaréis por loco, pero bueno, tenéis todo el derecho.
Por cierto, a toda la gente que alguna vez lee este blog y no deja ni un sólo comentario, que sepais que pienso ponerme a patalear a partir de ahora, por si quereis dejar de leer. A los que queréis dejarlos pero ser el primero os da vergüenza, yo seré siempre el primero en comentarme -quién peor que yo mismo para malinterpretarme- y así no habrá excusas. Por el momento me despido, porque sí. Ahora no tengo nada más que decir. Saludos.
domingo, 13 de abril de 2008
Versátil
Cruzamos las miradas y el secreto del mal se desveló ante mis ojos. Seguí leyendo la novela pero una especie de resorte invisible me hacía levantar la vista una y otra vez en cada curva para mirar a la ventana y vigilar el reflejo de un hombre de mi edad visiblemente nervioso. Por suerte, llegué a mi parada y me bajé con la seguridad de perder de vista, por fin, a aquel viajero tan siniestro. En el recorrido de mi rutinario trasbordo, llegué a pensar que incluso podría haber molestado a aquel desconocido con mi inquisitorial mirada, sin embargo, me había quitado cierto peso de encima instantes después de haberle perdido de vista.
Volví a dar a otro andén peor iluminado y allí aguardé paciente la llegada del próximo tren. Observé al resto de personas y recordé que cuando viajé por primera vez a otro país, una chica no mucho más joven que yo por aquel entonces, después de mirarme y remirarme mucho, tomó la determinación de caminar unos metros más allá sin dejar de acecharme con la mirada. En verdad, la pobre debió de asustarse por mi aspecto tan poco europeo y no la culpo: yo mismo estaba notando la presencia de aquel hombre justo detrás de mí, como si me siguiera.
Una vez llegado el siguiente metro, tomé asiento y saqué de nuevo el libro. Una señora que estaba sentada delante, iba leyendo un diario gratuito con una portada un poco alarmante. Habían detenido, horas antes de intentar cometer el acto, a unos terroristas que querían atentar en el metro de Barcelona. Levanté la vista de nuevo en una curva y allí estaba, otra vez, aquella especie de autómata que me miraba fijamente con la misma expresión de un cerdo frente al matadero. Descarté toda posibilidad de casualidad y caí en la cuenta de que ese viajero se proponía algo oscuro. Dicho así puede resultar infantil, pero yo no sabía lo que era sentir miedo en un lugar tan familiar como un vagón. Por los rasgos que tenía y por el color de su piel, aún más oscurecida a través del cristal por el que su reflejo me llegaba, me daba la sensación de que debía de ser del norte de África. Llevaba, como yo, un barba negra poco arreglada y, también como yo, se abrazaba a una mochila que, a mi parecer, estaba un poco abultada. Uno no debería observar nunca nada, ni a nadie, ni otear en los recovecos vacíos del metro o leer por encima del hombro el periódico de la persona que viaja a tu lado o sus mensajes de texto o escuchar sus conversaciones, ya sean por teléfono o en persona, ni debería tratar de mirar a la cara ni cruzar sonrisas o malos gestos o miradas e intentar luego interpretar que significa cada información que ha captado en un medio de transporte tan hundido en la ciudad como es el metro. Pero allí estábamos los dos retándonos como si fuésemos dos guerreros a punto de enfrentarse en un duelo a muerte, con la misma expresión clavada en nuestro rostro: una mezcla de pánico y socarronería. Para no andarme con rodeos, por su aspecto y por la noticia que acababa de leer, llegué a la conclusión de que tal vez, y sólo tal vez, se proponía matarnos a todos haciendo estallar el explosivo que portaba en su bolsa. Todavía arriesgándome más, leyendo su cara podía llegar a entrever el acento suicida de su propósito, un gesto que me decía “aparta de mí este cáliz”, me lo decía a mí. Y yo tenía la misión de detener todo aquello, de ser el héroe anónimo que todos esperamos alguna vez que llegue en el peor momento de nuestra historia, para apartar de nosotros cualquier tipo de cáliz que estuviéramos destinados a beber en ese instante.
Quedaba poco tiempo para llegar a la más concurrida de todas las paradas. Debía de tomar una determinación: bajarme en la siguiente y desocuparme de todo aquel asunto, en el que podría estar equivocado; o bien, levantarme de mi asiento y dirigirme hacia él para arrancarle su mochila de entre los brazos y golpearle. Quizás un término medio de la segunda. Sea como sea, no lo pensé demasiado y opté por tomar partida. Cuanto más nos mirábamos, más nerviosos nos poníamos, hasta me dio la sensación de que él también había adivinado mi propósito con sólo ver mis ojos. Dejé de mirarle por fin y decidí a levantarme de mi asiento. Una última mirada prescriptiva, veo como abandona su mochila en el suelo y él también se levanta: entonces no hay duda. Suspiré muy fuerte, tanto que la mujer que estaba sentada a mi lado me miró extrañada, como si mirara a un loco. Cerré los ojos un instante y di los primero pasos hacia él. “Señor, se olvida usted de su mochila.” Escucho qué me dicen y es verdad. La recojo, me miro en el cristal de enfrente y entiendo todo lo que ha pasado y lo que no. Me vuelvo a sentar de golpe en mi sitio y pienso que... No sé, no sé que pienso.
miércoles, 12 de marzo de 2008
LA GATA EN CASA (finalista del II Certalmen Literario "Antoni Vilanova" de la UB)
Recordé entonces aquella extraña historia que escuché acerca de una raza de felinos cuya voluntad era la de aprovecharse de la soledad. Cuentan que sus hembras evolucionaron con el mismo sigilo que utilizan las arañas para tejer su trampa hasta alcanzar un aspecto idéntico al de mujeres en extremo atractivas aunque perniciosas. Los gatos, por su parte, con la misma intención pero con diferente brío, terminaron por degradarse y se convirtieron en el azote de los ratones y en los guardianes del sueño de los niños a cambio de un tazón de leche, una ristra de caricias desde el cuello hasta la cola y un lugar privilegiado en la lumbre. Cada noche.
La gata estaba en casa. Acababa de pasar al salón y ya se había apoderado del cojín más mullido del sofá. Se restregó contra mis piernas buscando que notara su calor dentro de mi pantalón y de mi carne. Yo ya había sentido otras veces ese tacto con el que conseguían de mí hasta la última lata de foie-gras. Me propuse domarla, hacerle comprender que no siempre un hombre, por muy solo que se sienta, va a cumplir irremediablemente lo que una doña bigotitos ordene. Que era yo quien había decidido dejarla pasar y que estaba jugando en mi terreno. Se comenta que los gatos, después de una eternidad padeciendo sus caricias egoístas, han podido desarrollar una arrogancia tal que han sabido desviar su mirada y su atención de ellas hasta obligarlas a tomar la decisión de buscar la sumisión de otros animales más ingenuos.
Mi vida de soltero, decorada con muebles de segunda mano, llevaba tiempo esperando esta visita. Supuse que sería yo el que la elegiría, sin embargo, fue ella quien, al verme caminar por la calle un poco aturdido después de la última discusión, había maullado mirándome a los ojos y reclamando para ella toda la atención cuando estaba a punto de volver a casa. La minina me sedujo al confundir el frío de la calle con el de mi vida y entró sigilosa para heredar los lugares más cálidos del piso.
“¿Quieres tomar algo?” Todavía no, más tarde. Llevaba demasiado tiempo sin enfrentarme a ella, pero no estaba nervioso, era como si siempre hubiera estado manteniendo esta conversación en mi cabeza, pero no sabía qué iba a decirle, ni si podría resistirla mucho rato. Se la veía igual que siempre o al menos como yo recordaba: un poco delgada, desaliñadamente coqueta, algo pálida, pero siempre con una aureola extraña que recordaba a esas mujeres huidizas e incorpóreas que aparecían como fatalidades en la literatura. “Siéntate en el sofá, es muy cómodo.” Vale. Me hizo caso. ¿Cómo va todo, eh? No me creo todavía que esté en tu casa, la verdad. Nos hacemos mayores. “Bueno, tarde o temprano iba a pasar, ¿no?” ¿Puedo fumar? Sacó una pitillera de piel falsa cuajada de cigarros Camel. “Estás en tu casa. Haz lo que quieras.” Sonreímos. Se le arrugó la piel más próxima a sus ojos. Me estremecí un instante. Cuéntame cositas, va... –Y así congeló mi sonrisa de bobo–…que hace mucho que no nos veíamos. “Cuéntame tú, ¿no?” ¿Yo? “Sí. ¿Qué tal os va?” Sonreía. Sigues siendo igual de cotilla, ¿eh? Volvimos a sonreír. Una nunca sabe si esta del todo enamorada de alguien, ¿no te parece? Encendí un cigarro y fumé una calada intensa, después tomé asiento en una silla cerca de ella y de la mesita que soportaba algunos suplementos semanales de diarios y un cenicero sin cenizas. Le quiero ahora, con eso basta. Me dolió y no esperaba que eso me doliese. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que quedamos? Preguntó. “No sé. ¿Tres años? Casi… No sé. ¿Cuánto?” No lo sabía exactamente, quizás sí, tres años, o un poco menos, o un poco más. ¿Qué importaba eso? Parecía risueña y eso me asustaba. Unos tres años, sí. Silencio. Más silencio. Me levanté para dirigirme a la cocina mientras le preguntaba “¿Te apetece beber algo? ¿Cerveza?” Suspiró. No sé. Sigo sin probar el alcohol, no puedo. Me apetece algo más… no sé. Tengo frío. “¿Café?” ¿Tienes leche? Calienta un poco de leche. Y pon una estufa o algo. Hace frío. “¿Leche? ¿Leche sola?” Con un poco de miel, si tienes. Nunca lo hubiera imaginado. A ver si me enseñas el pisito, rollo visita guiada. “Es muy pequeño. Date una vuelta.” ¿Puedo chafardear? “¡No!” Entré en la cocina para preparar las bebidas. Saqué la leche de la nevera y la serví en un vaso de los que regalan con la Nocilla. Apagué mi cigarro con un poco de agua y lo tiré por el lavadero. Estaban las pastillas en la encimera y se me iban a olvidar. Escuché sus carcajadas en mi habitación, había descubierto el retrato gigante de Bogart que colgaba de la pared. ¿Así que Bogart, eh? “No encontré ninguno de Woody Allen haciendo de Bogart.” Ya, ese te hubiera pegado mucho más, pequeño. Calenté la leche en el microondas durante dos minutos. “¿Quieres miel?” Sí, sí. “¿Te gusta el piso?” Hablábamos a gritos. Pensaba que vivías con tu novia. “No. Rompimos. Me vine a vivir aquí poco después.” Volveréis. “No, otra vez, sería demasiado.” Desde que te conozco estás con ella. Tú no sabes estar solo. Yo no sé, pero lo he estado durante mucho tiempo. ¿O ya no te acuerdas? No tenía nada que decirle al respecto, si había estado sola tanto tiempo no había sido culpa mía. Me preparé un café, generoso con el azúcar. Hacía mucho rato que no tenía noticias de la gata, algo estaría haciendo, quizá husmeaba por los rincones, descubriendo algún territorio que por poco acogedor seguramente resultaba siniestro. “Ten cuidado con la gata, que no te asuste.” Ya sabes que no. “Pues que no se asuste ella.” Rió. Reí. La leche y el café ya estaban listos. Noté su presencia sigilosa a mis espaldas. Juguetona, comenzó a rozar su pie descalzo con mis piernas para hacerme sentir su tacto meloso. Cuando me giré, ella me dio un abrazo tan potente que me dejó arrugada el alma. Te he echado mucho de menos, tonto. No la miré a los ojos, la aparté de mí con sutileza arrogante. Luchaba por no prestarle atención ya que algo en mi interior me decía que todo me iba a hacer sentir como un idiota o como un loco. Agarré los vasos y regresamos al salón. Esta vez nos sentamos en el sofá los dos y volvimos a fumar de nuevo. Yo Chester, ella creo que fumaba Camel. “¿Tienes hambre?” No, no te preocupes. Tengo cena en casa. “Ha sido una casualidad encontrarnos justo hoy.” ¿Por qué justo hoy? “Bueno, había recordado aquella vez que casi nos pillaron robando en La Central. He estado esta tarde allí.” Es verdad. Que pringados. Sí. No parábamos de sonreírnos, cada vez con menos motivos. ¿Has comprado algo? “No, al final no.” Puso su cabecita encima de mi hombro y acarició mi patosa mano de la que se cayó el cigarro. Tardé en reaccionar. “Como no lo coja, saldremos ardiendo.” Ojalá. Lo recogí enseguida y para recuperar un poco de dignidad volví a levantarme. ¿Dónde vas? “Voy a sacar una lata de atún.” ¿Para qué? “Para mi gatita.” Hacía mucho que no aparecía, quizás oliendo algo de comida vendría. No creo, además, yo de ti no le daría mucho atún a un gato si no quieres que se muera. Habló la experta. Mientras buscaba en los armarios la dichosa lata me pregunté si debería sacarle el tema. La caja de pastillas seguía en la encimera. La he recogido de la calle hoy. No tiene todavía nombre. “¿Sabes algo de Lucas?” No contestó. “¿Hola?” No, no se nada. Seguía buscando por todos lados, imaginaba que tal vez en el fondo de la nevera hubiera algo, mi cigarro se consumía en el cenicero. “Me dijeron que bajó a Barcelona hace cosa de un mes. Me lo comentó Carlos que le he visto en el Messenger. Por cierto, tú hace una eternidad que ya no te conectas.” No tengo Internet. Te apago el cigarro, ¿vale? De repente estaba más seria. Me asomé por la puerta de la cocina con mi mejor sonrisa para pedirle un poco de comprensión por mi tardanza. Podría pensar que me había puesto nervioso. Así era ella. Estaba incómoda. “Pues a ver si le veo que nunca llama.” Sí, sí que le vi. Quedamos. “¿Sí?” Aunque eso me jodió más que cualquier otra cosa que hubiera sabido esa noche, ya me lo esperaba. Las gatas, por mucho que busquen de los hombres, siempre terminan por querer cazar a un gato. “¿Y bien?” Ya sabes. “Sí, ya me imagino.” Pues eso. “No te preocupes, todos tenemos un punto débil.” Bromeé. Ella ya no se rió. Volví a asomarme pero miraba hacia el pasillo, con el cigarro apunto de apagársele entre los dedos. No decía nada “¿Está la gata por ahí?” Por fin. Estaba escondido detrás del queso de cabrales. Lo puse en un platito pequeño y me dirigí al comedor. Voy un momento al lavabo. Tenía los ojos llorosos. “Muy bien.” Me di pena. Aparté las revistas y coloqué la comida encima de la mesita. La gata apareció de repente, subió por el plato y devoró el atún con parsimonia, con cuidado de no manchar sus bigotitos. Volví a la cocina para limpiarme las manos del líquido aceitoso que me había manchado al transportar el plato. La caja de pastillas aun permanecía en la encimera. Al final me tomé una, bueno no, tomé dos.
Dos pastillas con un poquito de café. Me tumbo en el sofá a dejar que se me pase, cierro los ojos. Llaman a la puerta.
FIN
domingo, 9 de marzo de 2008
MEMENTO (I)
jueves, 17 de enero de 2008
LAS VOTACIONES DEL I PRIMER CERTAMEN INTERNACIONAL DE NICKS DE MESSENGER
domingo, 13 de enero de 2008
I CERTAMEN INTERNACIONAL DE NICKS DE MESSENGER
La regla es simple, podéis poner un comentario, en esta misma entrada, con vuestra propuesta de nick. Tiene que ser de alguno de vuestros contactos o, si queréis, vuestro propio. Los cuatro que más me gusten serán encuestados en este mismo blog, al igual que la pregunta chorra de los pezones, y el ganador obtendrá un pin.
sábado, 12 de enero de 2008
Ha muerto un Ángel
martes, 8 de enero de 2008
Fue prohibido
Tomé del mar la palabra entera y saqué del día sus dos últimos tercios.
viernes, 4 de enero de 2008
La lengua de los gatos
lunes, 31 de diciembre de 2007
miércoles, 1 de agosto de 2007
El Frío*
Las diez de la noche de esos lunes tenían remedio: conducir hasta casa a una velocidad no muy exagerada, escuchando música tranquila o algo de fútbol cuando sintonizaba una emisora deportiva. Me dejaba llevar por la Gran Vía, sentía compasión de mi pobre coche que, abnegado, conoce su destino, entiende que su condición es dormir cada noche en la misma plaza; entre la misma columna de cartón-piedra y el monovolumen negro de la pareja incandescente que aun no tiene hijos porque quieren disfrutar su tiempo muerto; hasta que el óxido y la técnica lo dejen obsoleto, como a un viejo. La ansiedad de lo que viene, de lo que avanza, de lo vívidamente capaz de salir a mi encuentro en unos años (o quizá la angustia persiste por no saber la dirección que he de tomar si nunca he pisado una hormiga, ni tampoco he torcido por una calle diferente y ni siquiera he imaginando el calor de un cuerpo que se escapa; mientras el mundo cambia) podía remediarse con el ansiolítico que ofrece la rutina, los actos calculados con la precisión de un ingeniero concienzudo pero desconcentrado, que tanto mi coche como yo llevamos a cabo con los ojos cerrados, de memoria. Porque de memoria vivimos, en ella se refugia otra edad en la que pensar en el tiempo por venir era sólo calcular lo lejos que el verano estaba mientras, con frío, volvías a casa por una calle azul de esas que construyen para el mes de diciembre. Entonces los papás te agarraban de la mano y los días se fundían más despacio hasta que tengo que aparcar, bajar del coche, luego subir a casa de mis padres, quiero decir, a casa; y al fin, con suerte, lo de siempre.
Las doce de la noche de estos lunes, las sábanas de mi cama infantil de noventa centímetros ya no protegen como antes de los monstruos invisibles y predadores, habitantes del reloj. Esos que me devoran cada noche más deprisa porque huelen mi miedo y les doy hambre. Les escucho masticarme (tic-tac-tic-tac) y ya ni el edredón sirve de abrigo. Me duermo derrotado en este frío del que mamá no va a saber como taparme.
*[Afortunadamente hace meses que lo escribí y hace días que ya no tengo frío, gracias a lo que sea, los minutos ahora sirven de alimento.]
miércoles, 25 de julio de 2007
Tú
son esas que aburren a los hombres
que no buscan más que almacenar saliva.
Observo, y pateame si me equivoco,
que nos gusta comprar las mismas zapatillas
y a ti considerarte poco
y afirmarte casi nada
para condecorar al fin tu nombre
para salvarlo así tan suave
de mi entrecejo de las maravillas.
Llegados a este punto,
no busco impresionarte y ya lo saben,
tengo que dibujar sobre la servilleta un número
que exponga ceniciento el susto y la arrogancia
que ha sido descubrir tus decimales.
Me dejo ya de ser un individuo
y me largo de aquí para que almenos
te brote la pregunta más exacta
y más innecesaria de momento.
Las mujeres como tú
son las que aburren
a tipos como yo
que buscan sexo.
martes, 15 de mayo de 2007
I
la línea que vigila tus latentes
percusiones verdes y parpadeantes.
Estoy de pie,
a veces asomado a tu letargo,
amarrado en tu orilla,
solo en la frontera
de los que estamos aguardando como estatuas
delante de cuerpos
con máscaras convexas.
El tiempo, creo, no es el tiempo,
es un pájaro azul en mi botella.
Batas verdes dibujando a la rutina,
mientras sábanas se manchan de esperanza;
Nuestra sala de espera cuenta chistes
también cuentan las pisadas sus baldosas
Mis ojos asfixiados inspeccionan
a todos los objetos que hacen falta
para seguir en este espacio ambiguo.
En este hotel donde nos dejan
Cableados translúcidos con líquidos amnióticos,
son el pan y son el suero, la sangre y el vino
que reparte la vida por tus venas.
El edificio es un cruce de caminos:
El del verde fósforo y el otro
tangente y mortal, ambos celestes y mezquinos.
Me escapo de la angustia de tu cama
y más aumenta ese pitido,
tan agudo y tan verde, que me para-
liza porque no me he despedido
de ti. Doy media vuelta,
con cara de trabajo y de impaciencia.
saber que ha sido otra, tú no eras.
Aún con horror, ahora, me doy cuenta
que no hubo ni pecados ni milagros
Porque sé que dios
–el Dios que Calla–,
ni aquí ni allá
ha sido visto.
lunes, 14 de mayo de 2007
FOTOS
jueves, 3 de mayo de 2007
GAFAS
Canto II, “Altazor”, Vicente Huidobro.
Resultó que al mirarme en el espejo por encima de las gafas, había comprendido que lo que realmente necesitaba era una óptica diferente desde la que mirar el mundo. Tal vez no un cambio demasiado radical, pero al menos, estaba decidido a intentar de nuevo una perspectiva diferente de la que mis ojos al desnudo me dejaban ver. A lo mejor aún no era tarde.
La aclimatación a mi nuevo estado iba a ser más peliaguda de lo que yo hubiera preferido; mas ya no cabía vuelta de hoja. Lo primero que hice fue buscar una cajita agradable para poder conservarla intacta –una rozadura accidental me hubiese causado más dolor que si me hubiera cortado la mejilla afeitándome– y no pasó ni un día hasta que apareció por casa una funda recubierta de tela de mala calidad, estampada con florecitas de colores fríos y con un cierre similar al de una mandíbula de cocodrilo hambriento. En su interior sobrevivía, lleno de pelusa, un trapito de color fucsia con los bordes triangulados donde podría reposar con dulzura cuando tuviera que marcharme a dormir, solo. Le hice un sitio en el cajón de la ropa interior, cerca de mi lado de la cama, y fabriqué para ella un mullido colchón con mis calzoncillos y unos pañuelos de algodón acartonados ya por su último uso excesivo.
Con el paso de los días me fui sintiendo más acompañado por aquel antifaz de pasta de color blanco y rosa pálido, con una brillante lágrima dorada en las esquinas de la montura y unos cristales no demasiado gruesos, debían ser de una dioptría y media cada uno. No sabía si mi madre se alegraría demasiado de verme con ese aspecto, sin embargo, se había pasado años llevándome a ópticas y a oftalmólogos para pasar revisiones oculares sin el menor éxito por su parte, estaba convencida de que mis horas muertas frente al televisor no podían ser sino dañinas para una retina tan cándida e ingenua como la mía. Los primeros días fueron de adaptación: llegué a padecer mareos y dolores de cabeza tremendos, parecían no estar hechas para mí. En cambio, yo tenía la esperanza de que en este nuevo esfuerzo mis ojos se acostumbraran a esta forma de contemplar las cosas; si uno tiene paciencia, los polos opuestos terminan por atraerse, aunque a veces suela significar un dolor añadido. Si alguna vez os habéis colocado unos aumentos que no os eran propios ya sabréis que al principio es como caminar en un mundo de sueño donde las formas, las distancias e incluso los colores, son una mezcla variopinta similar a la visión tunelada de un borracho enamorado en su punto álgido.
La verdad: no era capaz de hacerme a ellas completamente. Yo seguía sintiendo que las necesitaba porque cubrían un vacío que se había originado en mi pecho hacía ya algún tiempo. Transcurrieron un par de semanas y me dispuse como cada tarde a salir a la calle para pasear con el objetivo de ir tomando correctamente las distancias y los objetos que debía intuir, que memorizaba gracias al ímpetu por que todo funcionase. Pero ellas no ponían de su parte. Me daba cuenta de que se sucedían los días y mi vista no mejoraba lo más mínimo y si lo hacía, era tal la lentitud que casi apenas me lo parecía. Comenzaba a angustiarme un poco, pero todavía me sobraba ilusión. Lo idílico de los primeros días se iba desvaneciendo a medida que pasaba el tiempo. Como un espía cautivo, yo me resistía a dar mi brazo a torcer y a admitir que al final tendría que ceder a una fuerza mayor, pero mis esperanzas se iban reduciendo inexorablemente. Temía dejar de usarlas, pero si no conseguía ser más fuerte, me dañarían para siempre. De todos modos, me empeñaba y me esforzaba en ver el mundo desde esas dos lentes porque creía que así podría ser todo como yo siempre había deseado. Desprenderse de algo por lo que tienes un afecto tan infundado siempre es difícil, pero llega el momento en el que ves que tu propia integridad o identidad dependen de ello.
A mi no me importaba que esas gafas me fueran restando visión día tras día, ya pensaba que me había acomodado a ellas debido a que las caras de las personas iban retomando su antiguo aspecto, las reconocía mejor y no sólo gracias a la voz. Mi madre nunca comprendió mi posición pues opinaba que lo que realmente me ocurría era que no quería ver las cosas como eran y que me empeñaba en obviar la realidad. Ella siempre ha sido una mujer muy intuitiva.
En este rutinario paseo, mis pies me condujeron a una cafetería cercana a la plaza del ayuntamiento. Llevaba mucho tiempo sin pisarla pero mantenía la expectativa de que la camarera todavía se acordase de mí aunque fuera vagamente. Antes, yo venía muchas tardes y creo que llegó a saber mi nombre. También a ella le resultó bastante raro verme con las gafas, aunque no se atrevió a preguntar nada, excepto qué cosa deseaba tomar. Le pedí que me trajera lo de siempre, pero sin el menor esfuerzo por recordarlo me preguntó por segunda vez que qué iba a ser; lógicamente ya no se acordaba. Un café y una palmera de la que me comería la mitad, pues era muy grande para mi solo. Lo de siempre se había convertido en lo de ahora. Y lo de ahora ya no era lo de entonces.
Aproveché para ir al lavabo mientras llegaban los cafés y la palmera. Al verme reflejado en el espejo con una amarillenta luz tan insalubre, descubrí apenas ya con la visión borrosa –esta vez mirando a través de las lentes– que aquellas gafas nunca iban a poder ser de mi talla. Había caído en la cuenta de que me apretaban las sienes hasta el punto de habérseme comenzado a caer el pelo de esa zona. Tomé una decisión precipitada. Me costó horrores pero logré arrancármelas de cuajo. Cuanto más incomodas se me hacían, más inseguridad me provocaba desnudar mis ojos. Aunque pensaba que sin ellas estaría perdido, en esta ocasión me juré que iba a ser diferente.
¡Ya estaba bien! Dos veces era demasiado. Tenía que apartarlas de mi vida. Me levanté de un salto. Por supuesto, no había sido culpa mía en esta ocasión. Al lanzárselas con desprecio casi derramo su bebida y tiro mi palmera: no daba crédito. Hice todo lo que estaba al alcance de mis manos, pero no pudo ser. Emprendí el camino hacia la calle. Tenía que aceptar las cosas definitivamente y por mucho que me costó, las abandoné en la mesa y me largué con la intención de no volver la vista atrás. Ella lo pagaría todo.
¡Cuál fue mi sorpresa al salir al mundo real y comprobar que sin ellas veía la vida peor que nunca! Como si de una pesadilla borrosa se tratase, todo daba vueltas y nada era como antes de toda esta maraña. Los mareos y los dolores de cabeza regresaron al instante, no podía ver con ellas pero sin ellas tampoco. Me arrodillé en plena calle buscando la frialdad del suelo firme, alcé la cara hacia una lluvia que no caía; y al fin, comprendí, mientras la sal de mis lágrimas curaba y escocía la dolosa ceguera de mi alma, que a partir de entonces, ya siempre miraría de otro modo.
FIN
miércoles, 25 de abril de 2007
La primavera
Subimos al metro y nos amoldamos como pudimos a los recovecos y espacios vacíos que los cuerpos de los otros pasajeros habían intentado aumentar estrujándose todo lo que podían. Las caras de fastidio y de agobio, la mala leche general, eran el denominador común de todas las personas que allí se encontraban. Yo, debido a una serie de terapias de grupo para aprender a controlar mis sentimientos, me encontraba en un estado apacible de “matutino nihilismo suburbano” en el que me ensimismaba y concentraba en la felicidad de imaginar que estaba en otro sitio. Pero los frenazos y sacudidas del metro enardecían aun más el estrés y el calentamiento de los pasajeros. Volví a la realidad para contemplar justo delante de mí la sonrisa afable y ufana de una muchacha (casi una cría) que no parecía compartir aquel estado de violencia reprimida. Ni siquiera parecía sentirse apretada y apresada entre las extremidades del resto de seres. Su belleza y frescor contrastaba con la fealdad e inquina de todos los que allí nos encontrábamos, parecía reírse de la situación, de estar disfrutando del trayecto y de no sentirse oprimida por mi desaforada voluntad de seguir mirándola sin reprimirme. Ella compartía conmigo su felicidad y son sonrisa y jugaba a mirarme a los ojos y a dejar de mirarme un instante, como queriéndose hacer la ingenua o la malvada. Yo también ponía de mi parte y buscaba rozarla como sin darme cuenta, y cuando el metro nos sometía a la fuerza de sus frenazos, ninguno de los dos hacía por agarrarse a algo si no que en ese empujón divino encontrábamos el valor de acercar nuestros rostros lo máximo permitido entre dos desconocidos que se encuentran en un atribulado vagón muy de mañana. Pero aun así, no sabía si debía hablarle y estropear aquel divertimento que por su parte no iba a pasar de ahí, pero que por la mía hubiera sido el prólogo a la mejor historia de amor y de erotismo. El metro frenó bruscamente y muchos pasajeros perdieron el equilibrio pasando a aplastarse unos a otros. El conductor nos informaba por el altavoz de que debíamos bajarnos en la siguiente parada, pues un vagón (curiosamente) se había averiado. Quizás, entonces, podría encontrar la oportunidad de entablar conversación con la chica, al quejarme con algún lacónico sarcasmo sobre el servicio de transportes.
Habíamos tres veces más personas de las que debían estar en un andén normal a esa hora de la mañana, por lo que caminar muy cerca de la vía podía convertirse en un desatino mortal. Al bajarnos todos deprisa, perdí la pista de la chica y me quedé con las ganas (aunque sabía que nunca hubiera reunido valor para intercambiar media palabra con ella) de escuchar su voz, probablemente dulce y armoniosa. Caminé abriéndome paso a empujones por entre la gente para poder alcanzar la salida y tomar en la calle un autobús. Escuché un grito y desde arriba de las escaleras pude verla caer abajo cuando solamente quedaban unos segundos para la llegada de otro tren. Me estremecí un instante pues nadie se había dado cuenta de aquello y la flor coqueta rodeada de piedras sucias lanzaba aullidos de auxilio mientras que nadie saltaba allí abajo para arrancarla de la velocidad y de la muerte. No miré, seguí subiendo. El tren abrió sus puertas pero nadie entró. La rosa bajo la maquinaria, descompuesta y a medio sesgar, no había encontrado en mí al héroe que la salvase. Al fin, hubo alboroto y un gran desasosiego, y yo caí en la cuenta de que llegaba a la terapia un tanto tarde.