miércoles, 1 de agosto de 2007

El Frío*

Las diez de la noche de los lunes me hacían sentir que el tiempo se escapaba con más peso, como con más importancia en mi vida. Por esas horas, subía Ramblas arriba por uno de los laterales tratando de encontrar mi coche en el Eixample. Remontaba Barcelona en solitario, consumía tabaco y el frío se me instalaba en los huesos por culpa del mes de noviembre. Yo confundía ese temblor de otoño con el temor de encontrarme el porvenir a la vuelta de la esquina, lo mezclaba con el íntimo miedo de aquel que cree estar generando actos futuros con tan sólo pisar una hormiga, torcer por otra calle diferente o atrapar el calor de un cuerpo anónimo que se cruza, y que no entiende de deseo porque no sabe que existes.

Las diez de la noche de esos lunes tenían remedio: conducir hasta casa a una velocidad no muy exagerada, escuchando música tranquila o algo de fútbol cuando sintonizaba una emisora deportiva. Me dejaba llevar por la Gran Vía, sentía compasión de mi pobre coche que, abnegado, conoce su destino, entiende que su condición es dormir cada noche en la misma plaza; entre la misma columna de cartón-piedra y el monovolumen negro de la pareja incandescente que aun no tiene hijos porque quieren disfrutar su tiempo muerto; hasta que el óxido y la técnica lo dejen obsoleto, como a un viejo. La ansiedad de lo que viene, de lo que avanza, de lo vívidamente capaz de salir a mi encuentro en unos años (o quizá la angustia persiste por no saber la dirección que he de tomar si nunca he pisado una hormiga, ni tampoco he torcido por una calle diferente y ni siquiera he imaginando el calor de un cuerpo que se escapa; mientras el mundo cambia) podía remediarse con el ansiolítico que ofrece la rutina, los actos calculados con la precisión de un ingeniero concienzudo pero desconcentrado, que tanto mi coche como yo llevamos a cabo con los ojos cerrados, de memoria. Porque de memoria vivimos, en ella se refugia otra edad en la que pensar en el tiempo por venir era sólo calcular lo lejos que el verano estaba mientras, con frío, volvías a casa por una calle azul de esas que construyen para el mes de diciembre. Entonces los papás te agarraban de la mano y los días se fundían más despacio hasta que tengo que aparcar, bajar del coche, luego subir a casa de mis padres, quiero decir, a casa; y al fin, con suerte, lo de siempre.

Las doce de la noche de estos lunes, las sábanas de mi cama infantil de noventa centímetros ya no protegen como antes de los monstruos invisibles y predadores, habitantes del reloj. Esos que me devoran cada noche más deprisa porque huelen mi miedo y les doy hambre. Les escucho masticarme (tic-tac-tic-tac) y ya ni el edredón sirve de abrigo. Me duermo derrotado en este frío del que mamá no va a saber como taparme.

*[Afortunadamente hace meses que lo escribí y hace días que ya no tengo frío, gracias a lo que sea, los minutos ahora sirven de alimento.]