lunes, 31 de diciembre de 2007

miércoles, 1 de agosto de 2007

El Frío*

Las diez de la noche de los lunes me hacían sentir que el tiempo se escapaba con más peso, como con más importancia en mi vida. Por esas horas, subía Ramblas arriba por uno de los laterales tratando de encontrar mi coche en el Eixample. Remontaba Barcelona en solitario, consumía tabaco y el frío se me instalaba en los huesos por culpa del mes de noviembre. Yo confundía ese temblor de otoño con el temor de encontrarme el porvenir a la vuelta de la esquina, lo mezclaba con el íntimo miedo de aquel que cree estar generando actos futuros con tan sólo pisar una hormiga, torcer por otra calle diferente o atrapar el calor de un cuerpo anónimo que se cruza, y que no entiende de deseo porque no sabe que existes.

Las diez de la noche de esos lunes tenían remedio: conducir hasta casa a una velocidad no muy exagerada, escuchando música tranquila o algo de fútbol cuando sintonizaba una emisora deportiva. Me dejaba llevar por la Gran Vía, sentía compasión de mi pobre coche que, abnegado, conoce su destino, entiende que su condición es dormir cada noche en la misma plaza; entre la misma columna de cartón-piedra y el monovolumen negro de la pareja incandescente que aun no tiene hijos porque quieren disfrutar su tiempo muerto; hasta que el óxido y la técnica lo dejen obsoleto, como a un viejo. La ansiedad de lo que viene, de lo que avanza, de lo vívidamente capaz de salir a mi encuentro en unos años (o quizá la angustia persiste por no saber la dirección que he de tomar si nunca he pisado una hormiga, ni tampoco he torcido por una calle diferente y ni siquiera he imaginando el calor de un cuerpo que se escapa; mientras el mundo cambia) podía remediarse con el ansiolítico que ofrece la rutina, los actos calculados con la precisión de un ingeniero concienzudo pero desconcentrado, que tanto mi coche como yo llevamos a cabo con los ojos cerrados, de memoria. Porque de memoria vivimos, en ella se refugia otra edad en la que pensar en el tiempo por venir era sólo calcular lo lejos que el verano estaba mientras, con frío, volvías a casa por una calle azul de esas que construyen para el mes de diciembre. Entonces los papás te agarraban de la mano y los días se fundían más despacio hasta que tengo que aparcar, bajar del coche, luego subir a casa de mis padres, quiero decir, a casa; y al fin, con suerte, lo de siempre.

Las doce de la noche de estos lunes, las sábanas de mi cama infantil de noventa centímetros ya no protegen como antes de los monstruos invisibles y predadores, habitantes del reloj. Esos que me devoran cada noche más deprisa porque huelen mi miedo y les doy hambre. Les escucho masticarme (tic-tac-tic-tac) y ya ni el edredón sirve de abrigo. Me duermo derrotado en este frío del que mamá no va a saber como taparme.

*[Afortunadamente hace meses que lo escribí y hace días que ya no tengo frío, gracias a lo que sea, los minutos ahora sirven de alimento.]

miércoles, 25 de julio de 2007

Las mujeres como tú
son esas que aburren a los hombres
que no buscan más que almacenar saliva.

Observo, y pateame si me equivoco,
que nos gusta comprar las mismas zapatillas
y a ti considerarte poco
y afirmarte casi nada
para condecorar al fin tu nombre
para salvarlo así tan suave
de mi entrecejo de las maravillas.

Llegados a este punto,
no busco impresionarte y ya lo saben,
tengo que dibujar sobre la servilleta un número
que exponga ceniciento el susto y la arrogancia
que ha sido descubrir tus decimales.

Me dejo ya de ser un individuo
y me largo de aquí para que almenos
te brote la pregunta más exacta
y más innecesaria de momento.

Las mujeres como tú
son las que aburren
a tipos como yo
que buscan sexo.

martes, 15 de mayo de 2007

I




Ya quiero que no emita pitidos
la línea que vigila tus latentes
percusiones verdes y parpadeantes.

Estoy de pie,
a veces asomado a tu letargo,
amarrado en tu orilla,
solo en la frontera
de los que estamos aguardando como estatuas
delante de cuerpos
con máscaras convexas.

El tiempo, creo, no es el tiempo,
es un pájaro azul en mi botella.

Batas verdes dibujando a la rutina,
mientras sábanas se manchan de esperanza;
en medio, van y vienen, las visitas.

Nuestra sala de espera cuenta chistes
también cuentan las pisadas sus baldosas
donde un hombre taciturno no cojea.

Mis ojos asfixiados inspeccionan
a todos los objetos que hacen falta
para seguir en este espacio ambiguo.
En este hotel donde nos dejan
nacer y morir; un mismo sitio.

Cableados translúcidos con líquidos amnióticos,
son el pan y son el suero, la sangre y el vino
que reparte la vida por tus venas.

El edificio es un cruce de caminos:
El del verde fósforo y el otro
tangente y mortal, ambos celestes y mezquinos.

Me escapo de la angustia de tu cama
y más aumenta ese pitido,
tan agudo y tan verde, que me para-
liza porque no me he despedido
de ti. Doy media vuelta,
y veo el verde urgente a la carrera
con cara de trabajo y de impaciencia.
Es humano el admitir que me ha aliviado
saber que ha sido otra, tú no eras.
Aún con horror, ahora, me doy cuenta
que no hubo ni pecados ni milagros
en esa habitación que ya no piso.
Porque sé que dios
–el Dios que Calla–,
ni aquí ni allá
ha sido visto.

lunes, 14 de mayo de 2007

FOTOS

Es cierto, las fotografías no sólo sirven para recordar momentos, también nos demuestran, aunque sea mirándolas con los ojos más ingenuos, que una vez alguien quiso retratarnos sonriendo, o dejar para la posteridad nuestra imagen impertérrita a su lado.
Es cierto, que puede verse, si se pone mucho empeño, una evolución interna de los seres por su forma de mirar al objetivo, que les da alcance y les dispara. Las sonrisas espontáneas y juguetonas de una pareja que abandona la adolescencia pueden transformarse con el tiempo para que luego pasen a ser el incómodo documento gráfico de un desencanto provocado por la inconmensurable desidia. Entonces, si quieres rescatar una sonrisa mínimamente encendida ya sea por nostalgia o por convencimiento, pues tomarlas todas, hacer una pila y pasarlas con rapidez a la altura de tu entrecejo, y así ver la película de los ojos, de tus ojos, para que al llegar a la última mirada compruebes si el final es feliz o como ya intuías, amargo.
Sin embargo, es cierto que puedes intentar agarrar la cámara de fotos, esas digitales tan plateadas y tan instantáneas que fabrican ahora, y salir a buscar tu sonrisa por el mundo e intentar modificar lo triste de la historia, puedes repetir algunas fotos poniendo lo mejor de tu alegría y fingir también que a tal hora, de tal día, de tal año éramos dichosos como enanos escapándose de un circo. Puedes imprimirlas si lo deseas y juntarlas a la otra pila. Comenzar la sesión de nuevo, con la vista muy atenta y volver a recordar los besos desempolvados, los abrazos que apretaban hasta achicarte el alma y arrinconártela en el pecho, puedes ver también que te costaba menos sonreír porque era casi automático; y al llegar de nuevo al final, la misma cara, la misma boca desencantada y las manos libres buceando en los bolsillos. Y te das cuenta de que sonríes, sí. Pero sabes, como sabe todo el mundo, que no se puede revivir un tiempo muerto.

jueves, 3 de mayo de 2007

GAFAS

“Mujer, el mundo está amueblado por tus ojos.”
Canto II, “Altazor”, Vicente Huidobro.


Resultó que al mirarme en el espejo por encima de las gafas, había comprendido que lo que realmente necesitaba era una óptica diferente desde la que mirar el mundo. Tal vez no un cambio demasiado radical, pero al menos, estaba decidido a intentar de nuevo una perspectiva diferente de la que mis ojos al desnudo me dejaban ver. A lo mejor aún no era tarde.

La aclimatación a mi nuevo estado iba a ser más peliaguda de lo que yo hubiera preferido; mas ya no cabía vuelta de hoja. Lo primero que hice fue buscar una cajita agradable para poder conservarla intacta –una rozadura accidental me hubiese causado más dolor que si me hubiera cortado la mejilla afeitándome– y no pasó ni un día hasta que apareció por casa una funda recubierta de tela de mala calidad, estampada con florecitas de colores fríos y con un cierre similar al de una mandíbula de cocodrilo hambriento. En su interior sobrevivía, lleno de pelusa, un trapito de color fucsia con los bordes triangulados donde podría reposar con dulzura cuando tuviera que marcharme a dormir, solo. Le hice un sitio en el cajón de la ropa interior, cerca de mi lado de la cama, y fabriqué para ella un mullido colchón con mis calzoncillos y unos pañuelos de algodón acartonados ya por su último uso excesivo.

Con el paso de los días me fui sintiendo más acompañado por aquel antifaz de pasta de color blanco y rosa pálido, con una brillante lágrima dorada en las esquinas de la montura y unos cristales no demasiado gruesos, debían ser de una dioptría y media cada uno. No sabía si mi madre se alegraría demasiado de verme con ese aspecto, sin embargo, se había pasado años llevándome a ópticas y a oftalmólogos para pasar revisiones oculares sin el menor éxito por su parte, estaba convencida de que mis horas muertas frente al televisor no podían ser sino dañinas para una retina tan cándida e ingenua como la mía. Los primeros días fueron de adaptación: llegué a padecer mareos y dolores de cabeza tremendos, parecían no estar hechas para mí. En cambio, yo tenía la esperanza de que en este nuevo esfuerzo mis ojos se acostumbraran a esta forma de contemplar las cosas; si uno tiene paciencia, los polos opuestos terminan por atraerse, aunque a veces suela significar un dolor añadido. Si alguna vez os habéis colocado unos aumentos que no os eran propios ya sabréis que al principio es como caminar en un mundo de sueño donde las formas, las distancias e incluso los colores, son una mezcla variopinta similar a la visión tunelada de un borracho enamorado en su punto álgido.

La verdad: no era capaz de hacerme a ellas completamente. Yo seguía sintiendo que las necesitaba porque cubrían un vacío que se había originado en mi pecho hacía ya algún tiempo. Transcurrieron un par de semanas y me dispuse como cada tarde a salir a la calle para pasear con el objetivo de ir tomando correctamente las distancias y los objetos que debía intuir, que memorizaba gracias al ímpetu por que todo funcionase. Pero ellas no ponían de su parte. Me daba cuenta de que se sucedían los días y mi vista no mejoraba lo más mínimo y si lo hacía, era tal la lentitud que casi apenas me lo parecía. Comenzaba a angustiarme un poco, pero todavía me sobraba ilusión. Lo idílico de los primeros días se iba desvaneciendo a medida que pasaba el tiempo. Como un espía cautivo, yo me resistía a dar mi brazo a torcer y a admitir que al final tendría que ceder a una fuerza mayor, pero mis esperanzas se iban reduciendo inexorablemente. Temía dejar de usarlas, pero si no conseguía ser más fuerte, me dañarían para siempre. De todos modos, me empeñaba y me esforzaba en ver el mundo desde esas dos lentes porque creía que así podría ser todo como yo siempre había deseado. Desprenderse de algo por lo que tienes un afecto tan infundado siempre es difícil, pero llega el momento en el que ves que tu propia integridad o identidad dependen de ello.

A mi no me importaba que esas gafas me fueran restando visión día tras día, ya pensaba que me había acomodado a ellas debido a que las caras de las personas iban retomando su antiguo aspecto, las reconocía mejor y no sólo gracias a la voz. Mi madre nunca comprendió mi posición pues opinaba que lo que realmente me ocurría era que no quería ver las cosas como eran y que me empeñaba en obviar la realidad. Ella siempre ha sido una mujer muy intuitiva.

En este rutinario paseo, mis pies me condujeron a una cafetería cercana a la plaza del ayuntamiento. Llevaba mucho tiempo sin pisarla pero mantenía la expectativa de que la camarera todavía se acordase de mí aunque fuera vagamente. Antes, yo venía muchas tardes y creo que llegó a saber mi nombre. También a ella le resultó bastante raro verme con las gafas, aunque no se atrevió a preguntar nada, excepto qué cosa deseaba tomar. Le pedí que me trajera lo de siempre, pero sin el menor esfuerzo por recordarlo me preguntó por segunda vez que qué iba a ser; lógicamente ya no se acordaba. Un café y una palmera de la que me comería la mitad, pues era muy grande para mi solo. Lo de siempre se había convertido en lo de ahora. Y lo de ahora ya no era lo de entonces.

Aproveché para ir al lavabo mientras llegaban los cafés y la palmera. Al verme reflejado en el espejo con una amarillenta luz tan insalubre, descubrí apenas ya con la visión borrosa –esta vez mirando a través de las lentes– que aquellas gafas nunca iban a poder ser de mi talla. Había caído en la cuenta de que me apretaban las sienes hasta el punto de habérseme comenzado a caer el pelo de esa zona. Tomé una decisión precipitada. Me costó horrores pero logré arrancármelas de cuajo. Cuanto más incomodas se me hacían, más inseguridad me provocaba desnudar mis ojos. Aunque pensaba que sin ellas estaría perdido, en esta ocasión me juré que iba a ser diferente.

¡Ya estaba bien! Dos veces era demasiado. Tenía que apartarlas de mi vida. Me levanté de un salto. Por supuesto, no había sido culpa mía en esta ocasión. Al lanzárselas con desprecio casi derramo su bebida y tiro mi palmera: no daba crédito. Hice todo lo que estaba al alcance de mis manos, pero no pudo ser. Emprendí el camino hacia la calle. Tenía que aceptar las cosas definitivamente y por mucho que me costó, las abandoné en la mesa y me largué con la intención de no volver la vista atrás. Ella lo pagaría todo.

¡Cuál fue mi sorpresa al salir al mundo real y comprobar que sin ellas veía la vida peor que nunca! Como si de una pesadilla borrosa se tratase, todo daba vueltas y nada era como antes de toda esta maraña. Los mareos y los dolores de cabeza regresaron al instante, no podía ver con ellas pero sin ellas tampoco. Me arrodillé en plena calle buscando la frialdad del suelo firme, alcé la cara hacia una lluvia que no caía; y al fin, comprendí, mientras la sal de mis lágrimas curaba y escocía la dolosa ceguera de mi alma, que a partir de entonces, ya siempre miraría de otro modo.

FIN

miércoles, 25 de abril de 2007

La primavera

Me pareció muy extraño contemplar aquella especie de milagro o de desafío justo en medio de la vía. A primera vista era casi imperceptible, pero el aburrimiento y la costumbre de mirar al suelo (o incluso más abajo) te pueden hacer descubrir objetos insospechados en los sitios más dispares. Era una rosa roja, en todo su esplendor, que como por arte de magia había brotado en el suelo sucio y empedrado del metro. Rodeada de colillas apagadas, fragmentos de diarios podridos, acumulados ácaros de polvo. Estaba allí plantada como burlándose de toda fealdad y casi como queriendo demostrar que la primavera llegaba cuando quería y donde quería. Aunque también podría haber sido un error (mío, por supuesto) pues no era extraño en mí el darme cuenta de cosas que no existen o que al menos nadie más ha conseguido captar. Me quedé absorto en la flor y me maravillaba de las gotitas de rocío grisáceo que recorrían sus pétalos y tallo. Miré hacia el contador que indicaba el tiempo que restaba para que llegara el próximo metro, apenas faltaba ya un minuto. El andén estaba bastante lleno, pues el tren en el que viajábamos se había averiado y debíamos aguardar a que el siguiente nos transportase asardinados. Redirigí la vista hacía el color rojo que había nacido entrevías con la certeza de ver como iba a ser arrancada de cuajo por la maquinaría que se acercaba con la velocidad mortal y necesaria de esas horas de la mañana. De repente, la sombra de un hombre joven (de mi edad, quería decir) se interpuso entre la rosa y su muerte para arrancarla del empedrado y subir de nuevo al andén, con ella entre las manos. Un héroe. Un chico enamorado que sorprendía a su pareja y al resto de personas, pues la venida del tren era inminente.

Subimos al metro y nos amoldamos como pudimos a los recovecos y espacios vacíos que los cuerpos de los otros pasajeros habían intentado aumentar estrujándose todo lo que podían. Las caras de fastidio y de agobio, la mala leche general, eran el denominador común de todas las personas que allí se encontraban. Yo, debido a una serie de terapias de grupo para aprender a controlar mis sentimientos, me encontraba en un estado apacible de “matutino nihilismo suburbano” en el que me ensimismaba y concentraba en la felicidad de imaginar que estaba en otro sitio. Pero los frenazos y sacudidas del metro enardecían aun más el estrés y el calentamiento de los pasajeros. Volví a la realidad para contemplar justo delante de mí la sonrisa afable y ufana de una muchacha (casi una cría) que no parecía compartir aquel estado de violencia reprimida. Ni siquiera parecía sentirse apretada y apresada entre las extremidades del resto de seres. Su belleza y frescor contrastaba con la fealdad e inquina de todos los que allí nos encontrábamos, parecía reírse de la situación, de estar disfrutando del trayecto y de no sentirse oprimida por mi desaforada voluntad de seguir mirándola sin reprimirme. Ella compartía conmigo su felicidad y son sonrisa y jugaba a mirarme a los ojos y a dejar de mirarme un instante, como queriéndose hacer la ingenua o la malvada. Yo también ponía de mi parte y buscaba rozarla como sin darme cuenta, y cuando el metro nos sometía a la fuerza de sus frenazos, ninguno de los dos hacía por agarrarse a algo si no que en ese empujón divino encontrábamos el valor de acercar nuestros rostros lo máximo permitido entre dos desconocidos que se encuentran en un atribulado vagón muy de mañana. Pero aun así, no sabía si debía hablarle y estropear aquel divertimento que por su parte no iba a pasar de ahí, pero que por la mía hubiera sido el prólogo a la mejor historia de amor y de erotismo. El metro frenó bruscamente y muchos pasajeros perdieron el equilibrio pasando a aplastarse unos a otros. El conductor nos informaba por el altavoz de que debíamos bajarnos en la siguiente parada, pues un vagón (curiosamente) se había averiado. Quizás, entonces, podría encontrar la oportunidad de entablar conversación con la chica, al quejarme con algún lacónico sarcasmo sobre el servicio de transportes.

Habíamos tres veces más personas de las que debían estar en un andén normal a esa hora de la mañana, por lo que caminar muy cerca de la vía podía convertirse en un desatino mortal. Al bajarnos todos deprisa, perdí la pista de la chica y me quedé con las ganas (aunque sabía que nunca hubiera reunido valor para intercambiar media palabra con ella) de escuchar su voz, probablemente dulce y armoniosa. Caminé abriéndome paso a empujones por entre la gente para poder alcanzar la salida y tomar en la calle un autobús. Escuché un grito y desde arriba de las escaleras pude verla caer abajo cuando solamente quedaban unos segundos para la llegada de otro tren. Me estremecí un instante pues nadie se había dado cuenta de aquello y la flor coqueta rodeada de piedras sucias lanzaba aullidos de auxilio mientras que nadie saltaba allí abajo para arrancarla de la velocidad y de la muerte. No miré, seguí subiendo. El tren abrió sus puertas pero nadie entró. La rosa bajo la maquinaria, descompuesta y a medio sesgar, no había encontrado en mí al héroe que la salvase. Al fin, hubo alboroto y un gran desasosiego, y yo caí en la cuenta de que llegaba a la terapia un tanto tarde.

Moleskine

Un Moleskine es un cuaderno de notas con cubiertas de un tipo de tela llamada moleskin, posee además una banda elástica para sostener el cuaderno cerrado y un lomo que permite que el mismo sea abierto completamente. Los Moleskines son fabricados por Modo & Modo, una empresa italiana; que además posee la marca registrada "Moleskine". El impulsor más famoso del Moleskine fue Bruce Chatwin, que los utilizó en todos sus viajes, y escribió sobre ellos. La fuente original de Chatwin de cuadernos desapareció en 1986, cuando el dueño de la distribución en París donde él los compraba falleció llevándose el secreto a la tumba. El Moleskine moderno se forma gracias a las descripciones de Chatwin acerca de los cuadernos que él utilizó.

A pesar de que desde Modo & Modo se proclama que Picsso, Matisse y Hemingway utilizaban estos cuadernos, no queda claro que se trate de los mismos que describió Chatwin. Lo que sí está constatado es que estos famosos artistas utilizaban algún tipo de cuaderno de notas de bolsillo. Escritores conocidos que se sabe utilizan los Moleskine son Luis Sepúlveda y Neil Gaiman quien escribe en su blog acerca de su preferencia por los mismos.

Los cuadernos moleskine tienen una imagen de viajero romántico que Modo & Modo explota con acierto generando el culto hacia estos artículos. A pesar de ser más caro que un cuaderno de notas común, sus adeptos lo eligen por su calidad y diseño.