viernes, 13 de febrero de 2009
Perdedores radicales (II)
“La culpa es tuya.” Asume esto.
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No hagas nada. No la toques. No te acerques más de lo estipulado. Ella te dirá cuando. Ella te dirá dónde. Es una frontera, es un lenguaje: sirve tanto para unir como para separar a las personas, a menudo a las mismas que se están comunicando. El canal está abierto, pero no estáis comprendiendo el código. Bill Clinton. Julio Cesar. Napoleón Bonaparte. Zeus. María Antonieta. No estás a la altura, reconócelo, sólo hay que ver los otros nombres. Deja que se vista, termina tu masaje. Es verano. En otra franja horaria no es delito. Aquí no pasa nada, salvo el sexo.
lunes, 22 de diciembre de 2008
Reflexiones de un hombre cotidiano (1)

martes, 28 de octubre de 2008
En una clase de primaria

- (toda la clase) ¡Holaaaaaa!
- Ahora Florient se va a subir encima de la mesa y nos va a cantar una canción de su pueblo. Venga Florient, súbete a la mesa. ¡Sube!
- Señorita, ¿por qué es negro?
- Pues porque sus padres y toda su familia lo son.
- ¿Y por qué lo son también?
- Sube, Florient. No te dé vergüenza. Pues porque del lugar de donde Florient procede, todos son negros. Pero no es nada malo. Hay que comprenderlo, ¿vale?
- ¿Nos vamos a poner negros nosotros también, señorita?
- No digas eso Alba. Aquí nadie se va a poner negro. Él será el único negro y por eso le tenemos que aceptar como si fuera uno más.
- ¿Por qué no se sube a la mesa, señorita? ¿Es malo?
- Venga Florient, sube que podamos verte todos. Que te quieren conocer tus nuevos compañeros.
- Y… y… y… Se… se… señorita, ¿por qué no habla?
- Todavía tiene que aprender nuestro idioma, pero le ayudaremos. Con palabras rápidas y cortas, ¿vale? Sube, Florient, vamos pequeño. Sube a la mesa. Sube.
- ¿Es un “migrante”?
- Se dice inmigrante. Recuérdalo bien. Sí, Florient es un inmigrante de segunda generación.
- ¿Qué es eso?
- Pues que ha nacido aquí, pero sus padres son de fuera.
- ¿Y si ha nacido aquí, por qué es negro todavía?
- Sube Florient. Sube, va. Déjanos que te veamos bien para empezar a tolerarte.
lunes, 13 de octubre de 2008
Barcelona, miércoles, 11:50 a.m., primavera ventosa. (Españalandia)

- ¡¿Pero hombre, qué está haciendo?!
- Multarle.
- ¡¿Por qué?!
- ¿Es que no lo ve usted? Fíjese cómo ha aparcado.
- ¿Cómo he aparcado?
- Sí, sí.
- No, le pregunto sorprendido que ¿cómo he aparcado?
- Pues torcido.
- ¿Torcido?
- Sí, y además la mitad del coche está más cerca del bordillo que la otra.
- Pero bueno, unos centímetros…
- Ay, unos centímetros, unos centímetros…
- Pero si es zona azul. ¿Qué digo? Verde, es zona verde. ¡Que me ha costado un pastón!
- Tampoco se altere, amigo.
- ¿Cómo que no me altere?
- Es que está usted delante justo de “La Pedrera”.
- Bueno, pero se podía aparcar, ¿o no?
- Claro, pero aparque usted bien. Recto, en paralelo perfecto al resto de coches y en perpendicular a la acera. El culo de su coche y la fachada de “La Pedrera” tienen que ser dos líneas imaginarias que se crucen en el infinito.
- ¿Y eso?
- No querrá dar una mala imagen de Barcelona, ¿no? Piense usted en los turistas.
- Ah, claro… No había caído… Los turistas…
domingo, 13 de abril de 2008
Versátil
Cruzamos las miradas y el secreto del mal se desveló ante mis ojos. Seguí leyendo la novela pero una especie de resorte invisible me hacía levantar la vista una y otra vez en cada curva para mirar a la ventana y vigilar el reflejo de un hombre de mi edad visiblemente nervioso. Por suerte, llegué a mi parada y me bajé con la seguridad de perder de vista, por fin, a aquel viajero tan siniestro. En el recorrido de mi rutinario trasbordo, llegué a pensar que incluso podría haber molestado a aquel desconocido con mi inquisitorial mirada, sin embargo, me había quitado cierto peso de encima instantes después de haberle perdido de vista.
Volví a dar a otro andén peor iluminado y allí aguardé paciente la llegada del próximo tren. Observé al resto de personas y recordé que cuando viajé por primera vez a otro país, una chica no mucho más joven que yo por aquel entonces, después de mirarme y remirarme mucho, tomó la determinación de caminar unos metros más allá sin dejar de acecharme con la mirada. En verdad, la pobre debió de asustarse por mi aspecto tan poco europeo y no la culpo: yo mismo estaba notando la presencia de aquel hombre justo detrás de mí, como si me siguiera.
Una vez llegado el siguiente metro, tomé asiento y saqué de nuevo el libro. Una señora que estaba sentada delante, iba leyendo un diario gratuito con una portada un poco alarmante. Habían detenido, horas antes de intentar cometer el acto, a unos terroristas que querían atentar en el metro de Barcelona. Levanté la vista de nuevo en una curva y allí estaba, otra vez, aquella especie de autómata que me miraba fijamente con la misma expresión de un cerdo frente al matadero. Descarté toda posibilidad de casualidad y caí en la cuenta de que ese viajero se proponía algo oscuro. Dicho así puede resultar infantil, pero yo no sabía lo que era sentir miedo en un lugar tan familiar como un vagón. Por los rasgos que tenía y por el color de su piel, aún más oscurecida a través del cristal por el que su reflejo me llegaba, me daba la sensación de que debía de ser del norte de África. Llevaba, como yo, un barba negra poco arreglada y, también como yo, se abrazaba a una mochila que, a mi parecer, estaba un poco abultada. Uno no debería observar nunca nada, ni a nadie, ni otear en los recovecos vacíos del metro o leer por encima del hombro el periódico de la persona que viaja a tu lado o sus mensajes de texto o escuchar sus conversaciones, ya sean por teléfono o en persona, ni debería tratar de mirar a la cara ni cruzar sonrisas o malos gestos o miradas e intentar luego interpretar que significa cada información que ha captado en un medio de transporte tan hundido en la ciudad como es el metro. Pero allí estábamos los dos retándonos como si fuésemos dos guerreros a punto de enfrentarse en un duelo a muerte, con la misma expresión clavada en nuestro rostro: una mezcla de pánico y socarronería. Para no andarme con rodeos, por su aspecto y por la noticia que acababa de leer, llegué a la conclusión de que tal vez, y sólo tal vez, se proponía matarnos a todos haciendo estallar el explosivo que portaba en su bolsa. Todavía arriesgándome más, leyendo su cara podía llegar a entrever el acento suicida de su propósito, un gesto que me decía “aparta de mí este cáliz”, me lo decía a mí. Y yo tenía la misión de detener todo aquello, de ser el héroe anónimo que todos esperamos alguna vez que llegue en el peor momento de nuestra historia, para apartar de nosotros cualquier tipo de cáliz que estuviéramos destinados a beber en ese instante.
Quedaba poco tiempo para llegar a la más concurrida de todas las paradas. Debía de tomar una determinación: bajarme en la siguiente y desocuparme de todo aquel asunto, en el que podría estar equivocado; o bien, levantarme de mi asiento y dirigirme hacia él para arrancarle su mochila de entre los brazos y golpearle. Quizás un término medio de la segunda. Sea como sea, no lo pensé demasiado y opté por tomar partida. Cuanto más nos mirábamos, más nerviosos nos poníamos, hasta me dio la sensación de que él también había adivinado mi propósito con sólo ver mis ojos. Dejé de mirarle por fin y decidí a levantarme de mi asiento. Una última mirada prescriptiva, veo como abandona su mochila en el suelo y él también se levanta: entonces no hay duda. Suspiré muy fuerte, tanto que la mujer que estaba sentada a mi lado me miró extrañada, como si mirara a un loco. Cerré los ojos un instante y di los primero pasos hacia él. “Señor, se olvida usted de su mochila.” Escucho qué me dicen y es verdad. La recojo, me miro en el cristal de enfrente y entiendo todo lo que ha pasado y lo que no. Me vuelvo a sentar de golpe en mi sitio y pienso que... No sé, no sé que pienso.
viernes, 4 de enero de 2008
La lengua de los gatos
miércoles, 1 de agosto de 2007
El Frío*
Las diez de la noche de esos lunes tenían remedio: conducir hasta casa a una velocidad no muy exagerada, escuchando música tranquila o algo de fútbol cuando sintonizaba una emisora deportiva. Me dejaba llevar por la Gran Vía, sentía compasión de mi pobre coche que, abnegado, conoce su destino, entiende que su condición es dormir cada noche en la misma plaza; entre la misma columna de cartón-piedra y el monovolumen negro de la pareja incandescente que aun no tiene hijos porque quieren disfrutar su tiempo muerto; hasta que el óxido y la técnica lo dejen obsoleto, como a un viejo. La ansiedad de lo que viene, de lo que avanza, de lo vívidamente capaz de salir a mi encuentro en unos años (o quizá la angustia persiste por no saber la dirección que he de tomar si nunca he pisado una hormiga, ni tampoco he torcido por una calle diferente y ni siquiera he imaginando el calor de un cuerpo que se escapa; mientras el mundo cambia) podía remediarse con el ansiolítico que ofrece la rutina, los actos calculados con la precisión de un ingeniero concienzudo pero desconcentrado, que tanto mi coche como yo llevamos a cabo con los ojos cerrados, de memoria. Porque de memoria vivimos, en ella se refugia otra edad en la que pensar en el tiempo por venir era sólo calcular lo lejos que el verano estaba mientras, con frío, volvías a casa por una calle azul de esas que construyen para el mes de diciembre. Entonces los papás te agarraban de la mano y los días se fundían más despacio hasta que tengo que aparcar, bajar del coche, luego subir a casa de mis padres, quiero decir, a casa; y al fin, con suerte, lo de siempre.
Las doce de la noche de estos lunes, las sábanas de mi cama infantil de noventa centímetros ya no protegen como antes de los monstruos invisibles y predadores, habitantes del reloj. Esos que me devoran cada noche más deprisa porque huelen mi miedo y les doy hambre. Les escucho masticarme (tic-tac-tic-tac) y ya ni el edredón sirve de abrigo. Me duermo derrotado en este frío del que mamá no va a saber como taparme.
*[Afortunadamente hace meses que lo escribí y hace días que ya no tengo frío, gracias a lo que sea, los minutos ahora sirven de alimento.]
lunes, 14 de mayo de 2007
FOTOS
jueves, 3 de mayo de 2007
GAFAS
Canto II, “Altazor”, Vicente Huidobro.
Resultó que al mirarme en el espejo por encima de las gafas, había comprendido que lo que realmente necesitaba era una óptica diferente desde la que mirar el mundo. Tal vez no un cambio demasiado radical, pero al menos, estaba decidido a intentar de nuevo una perspectiva diferente de la que mis ojos al desnudo me dejaban ver. A lo mejor aún no era tarde.
La aclimatación a mi nuevo estado iba a ser más peliaguda de lo que yo hubiera preferido; mas ya no cabía vuelta de hoja. Lo primero que hice fue buscar una cajita agradable para poder conservarla intacta –una rozadura accidental me hubiese causado más dolor que si me hubiera cortado la mejilla afeitándome– y no pasó ni un día hasta que apareció por casa una funda recubierta de tela de mala calidad, estampada con florecitas de colores fríos y con un cierre similar al de una mandíbula de cocodrilo hambriento. En su interior sobrevivía, lleno de pelusa, un trapito de color fucsia con los bordes triangulados donde podría reposar con dulzura cuando tuviera que marcharme a dormir, solo. Le hice un sitio en el cajón de la ropa interior, cerca de mi lado de la cama, y fabriqué para ella un mullido colchón con mis calzoncillos y unos pañuelos de algodón acartonados ya por su último uso excesivo.
Con el paso de los días me fui sintiendo más acompañado por aquel antifaz de pasta de color blanco y rosa pálido, con una brillante lágrima dorada en las esquinas de la montura y unos cristales no demasiado gruesos, debían ser de una dioptría y media cada uno. No sabía si mi madre se alegraría demasiado de verme con ese aspecto, sin embargo, se había pasado años llevándome a ópticas y a oftalmólogos para pasar revisiones oculares sin el menor éxito por su parte, estaba convencida de que mis horas muertas frente al televisor no podían ser sino dañinas para una retina tan cándida e ingenua como la mía. Los primeros días fueron de adaptación: llegué a padecer mareos y dolores de cabeza tremendos, parecían no estar hechas para mí. En cambio, yo tenía la esperanza de que en este nuevo esfuerzo mis ojos se acostumbraran a esta forma de contemplar las cosas; si uno tiene paciencia, los polos opuestos terminan por atraerse, aunque a veces suela significar un dolor añadido. Si alguna vez os habéis colocado unos aumentos que no os eran propios ya sabréis que al principio es como caminar en un mundo de sueño donde las formas, las distancias e incluso los colores, son una mezcla variopinta similar a la visión tunelada de un borracho enamorado en su punto álgido.
La verdad: no era capaz de hacerme a ellas completamente. Yo seguía sintiendo que las necesitaba porque cubrían un vacío que se había originado en mi pecho hacía ya algún tiempo. Transcurrieron un par de semanas y me dispuse como cada tarde a salir a la calle para pasear con el objetivo de ir tomando correctamente las distancias y los objetos que debía intuir, que memorizaba gracias al ímpetu por que todo funcionase. Pero ellas no ponían de su parte. Me daba cuenta de que se sucedían los días y mi vista no mejoraba lo más mínimo y si lo hacía, era tal la lentitud que casi apenas me lo parecía. Comenzaba a angustiarme un poco, pero todavía me sobraba ilusión. Lo idílico de los primeros días se iba desvaneciendo a medida que pasaba el tiempo. Como un espía cautivo, yo me resistía a dar mi brazo a torcer y a admitir que al final tendría que ceder a una fuerza mayor, pero mis esperanzas se iban reduciendo inexorablemente. Temía dejar de usarlas, pero si no conseguía ser más fuerte, me dañarían para siempre. De todos modos, me empeñaba y me esforzaba en ver el mundo desde esas dos lentes porque creía que así podría ser todo como yo siempre había deseado. Desprenderse de algo por lo que tienes un afecto tan infundado siempre es difícil, pero llega el momento en el que ves que tu propia integridad o identidad dependen de ello.
A mi no me importaba que esas gafas me fueran restando visión día tras día, ya pensaba que me había acomodado a ellas debido a que las caras de las personas iban retomando su antiguo aspecto, las reconocía mejor y no sólo gracias a la voz. Mi madre nunca comprendió mi posición pues opinaba que lo que realmente me ocurría era que no quería ver las cosas como eran y que me empeñaba en obviar la realidad. Ella siempre ha sido una mujer muy intuitiva.
En este rutinario paseo, mis pies me condujeron a una cafetería cercana a la plaza del ayuntamiento. Llevaba mucho tiempo sin pisarla pero mantenía la expectativa de que la camarera todavía se acordase de mí aunque fuera vagamente. Antes, yo venía muchas tardes y creo que llegó a saber mi nombre. También a ella le resultó bastante raro verme con las gafas, aunque no se atrevió a preguntar nada, excepto qué cosa deseaba tomar. Le pedí que me trajera lo de siempre, pero sin el menor esfuerzo por recordarlo me preguntó por segunda vez que qué iba a ser; lógicamente ya no se acordaba. Un café y una palmera de la que me comería la mitad, pues era muy grande para mi solo. Lo de siempre se había convertido en lo de ahora. Y lo de ahora ya no era lo de entonces.
Aproveché para ir al lavabo mientras llegaban los cafés y la palmera. Al verme reflejado en el espejo con una amarillenta luz tan insalubre, descubrí apenas ya con la visión borrosa –esta vez mirando a través de las lentes– que aquellas gafas nunca iban a poder ser de mi talla. Había caído en la cuenta de que me apretaban las sienes hasta el punto de habérseme comenzado a caer el pelo de esa zona. Tomé una decisión precipitada. Me costó horrores pero logré arrancármelas de cuajo. Cuanto más incomodas se me hacían, más inseguridad me provocaba desnudar mis ojos. Aunque pensaba que sin ellas estaría perdido, en esta ocasión me juré que iba a ser diferente.
¡Ya estaba bien! Dos veces era demasiado. Tenía que apartarlas de mi vida. Me levanté de un salto. Por supuesto, no había sido culpa mía en esta ocasión. Al lanzárselas con desprecio casi derramo su bebida y tiro mi palmera: no daba crédito. Hice todo lo que estaba al alcance de mis manos, pero no pudo ser. Emprendí el camino hacia la calle. Tenía que aceptar las cosas definitivamente y por mucho que me costó, las abandoné en la mesa y me largué con la intención de no volver la vista atrás. Ella lo pagaría todo.
¡Cuál fue mi sorpresa al salir al mundo real y comprobar que sin ellas veía la vida peor que nunca! Como si de una pesadilla borrosa se tratase, todo daba vueltas y nada era como antes de toda esta maraña. Los mareos y los dolores de cabeza regresaron al instante, no podía ver con ellas pero sin ellas tampoco. Me arrodillé en plena calle buscando la frialdad del suelo firme, alcé la cara hacia una lluvia que no caía; y al fin, comprendí, mientras la sal de mis lágrimas curaba y escocía la dolosa ceguera de mi alma, que a partir de entonces, ya siempre miraría de otro modo.
FIN
miércoles, 25 de abril de 2007
La primavera
Subimos al metro y nos amoldamos como pudimos a los recovecos y espacios vacíos que los cuerpos de los otros pasajeros habían intentado aumentar estrujándose todo lo que podían. Las caras de fastidio y de agobio, la mala leche general, eran el denominador común de todas las personas que allí se encontraban. Yo, debido a una serie de terapias de grupo para aprender a controlar mis sentimientos, me encontraba en un estado apacible de “matutino nihilismo suburbano” en el que me ensimismaba y concentraba en la felicidad de imaginar que estaba en otro sitio. Pero los frenazos y sacudidas del metro enardecían aun más el estrés y el calentamiento de los pasajeros. Volví a la realidad para contemplar justo delante de mí la sonrisa afable y ufana de una muchacha (casi una cría) que no parecía compartir aquel estado de violencia reprimida. Ni siquiera parecía sentirse apretada y apresada entre las extremidades del resto de seres. Su belleza y frescor contrastaba con la fealdad e inquina de todos los que allí nos encontrábamos, parecía reírse de la situación, de estar disfrutando del trayecto y de no sentirse oprimida por mi desaforada voluntad de seguir mirándola sin reprimirme. Ella compartía conmigo su felicidad y son sonrisa y jugaba a mirarme a los ojos y a dejar de mirarme un instante, como queriéndose hacer la ingenua o la malvada. Yo también ponía de mi parte y buscaba rozarla como sin darme cuenta, y cuando el metro nos sometía a la fuerza de sus frenazos, ninguno de los dos hacía por agarrarse a algo si no que en ese empujón divino encontrábamos el valor de acercar nuestros rostros lo máximo permitido entre dos desconocidos que se encuentran en un atribulado vagón muy de mañana. Pero aun así, no sabía si debía hablarle y estropear aquel divertimento que por su parte no iba a pasar de ahí, pero que por la mía hubiera sido el prólogo a la mejor historia de amor y de erotismo. El metro frenó bruscamente y muchos pasajeros perdieron el equilibrio pasando a aplastarse unos a otros. El conductor nos informaba por el altavoz de que debíamos bajarnos en la siguiente parada, pues un vagón (curiosamente) se había averiado. Quizás, entonces, podría encontrar la oportunidad de entablar conversación con la chica, al quejarme con algún lacónico sarcasmo sobre el servicio de transportes.
Habíamos tres veces más personas de las que debían estar en un andén normal a esa hora de la mañana, por lo que caminar muy cerca de la vía podía convertirse en un desatino mortal. Al bajarnos todos deprisa, perdí la pista de la chica y me quedé con las ganas (aunque sabía que nunca hubiera reunido valor para intercambiar media palabra con ella) de escuchar su voz, probablemente dulce y armoniosa. Caminé abriéndome paso a empujones por entre la gente para poder alcanzar la salida y tomar en la calle un autobús. Escuché un grito y desde arriba de las escaleras pude verla caer abajo cuando solamente quedaban unos segundos para la llegada de otro tren. Me estremecí un instante pues nadie se había dado cuenta de aquello y la flor coqueta rodeada de piedras sucias lanzaba aullidos de auxilio mientras que nadie saltaba allí abajo para arrancarla de la velocidad y de la muerte. No miré, seguí subiendo. El tren abrió sus puertas pero nadie entró. La rosa bajo la maquinaria, descompuesta y a medio sesgar, no había encontrado en mí al héroe que la salvase. Al fin, hubo alboroto y un gran desasosiego, y yo caí en la cuenta de que llegaba a la terapia un tanto tarde.