martes, 15 de mayo de 2007

I




Ya quiero que no emita pitidos
la línea que vigila tus latentes
percusiones verdes y parpadeantes.

Estoy de pie,
a veces asomado a tu letargo,
amarrado en tu orilla,
solo en la frontera
de los que estamos aguardando como estatuas
delante de cuerpos
con máscaras convexas.

El tiempo, creo, no es el tiempo,
es un pájaro azul en mi botella.

Batas verdes dibujando a la rutina,
mientras sábanas se manchan de esperanza;
en medio, van y vienen, las visitas.

Nuestra sala de espera cuenta chistes
también cuentan las pisadas sus baldosas
donde un hombre taciturno no cojea.

Mis ojos asfixiados inspeccionan
a todos los objetos que hacen falta
para seguir en este espacio ambiguo.
En este hotel donde nos dejan
nacer y morir; un mismo sitio.

Cableados translúcidos con líquidos amnióticos,
son el pan y son el suero, la sangre y el vino
que reparte la vida por tus venas.

El edificio es un cruce de caminos:
El del verde fósforo y el otro
tangente y mortal, ambos celestes y mezquinos.

Me escapo de la angustia de tu cama
y más aumenta ese pitido,
tan agudo y tan verde, que me para-
liza porque no me he despedido
de ti. Doy media vuelta,
y veo el verde urgente a la carrera
con cara de trabajo y de impaciencia.
Es humano el admitir que me ha aliviado
saber que ha sido otra, tú no eras.
Aún con horror, ahora, me doy cuenta
que no hubo ni pecados ni milagros
en esa habitación que ya no piso.
Porque sé que dios
–el Dios que Calla–,
ni aquí ni allá
ha sido visto.