Es cierto, las fotografías no sólo sirven para recordar momentos, también nos demuestran, aunque sea mirándolas con los ojos más ingenuos, que una vez alguien quiso retratarnos sonriendo, o dejar para la posteridad nuestra imagen impertérrita a su lado.
Es cierto, que puede verse, si se pone mucho empeño, una evolución interna de los seres por su forma de mirar al objetivo, que les da alcance y les dispara. Las sonrisas espontáneas y juguetonas de una pareja que abandona la adolescencia pueden transformarse con el tiempo para que luego pasen a ser el incómodo documento gráfico de un desencanto provocado por la inconmensurable desidia. Entonces, si quieres rescatar una sonrisa mínimamente encendida ya sea por nostalgia o por convencimiento, pues tomarlas todas, hacer una pila y pasarlas con rapidez a la altura de tu entrecejo, y así ver la película de los ojos, de tus ojos, para que al llegar a la última mirada compruebes si el final es feliz o como ya intuías, amargo.
Sin embargo, es cierto que puedes intentar agarrar la cámara de fotos, esas digitales tan plateadas y tan instantáneas que fabrican ahora, y salir a buscar tu sonrisa por el mundo e intentar modificar lo triste de la historia, puedes repetir algunas fotos poniendo lo mejor de tu alegría y fingir también que a tal hora, de tal día, de tal año éramos dichosos como enanos escapándose de un circo. Puedes imprimirlas si lo deseas y juntarlas a la otra pila. Comenzar la sesión de nuevo, con la vista muy atenta y volver a recordar los besos desempolvados, los abrazos que apretaban hasta achicarte el alma y arrinconártela en el pecho, puedes ver también que te costaba menos sonreír porque era casi automático; y al llegar de nuevo al final, la misma cara, la misma boca desencantada y las manos libres buceando en los bolsillos. Y te das cuenta de que sonríes, sí. Pero sabes, como sabe todo el mundo, que no se puede revivir un tiempo muerto.