miércoles, 12 de marzo de 2008

LA GATA EN CASA (finalista del II Certalmen Literario "Antoni Vilanova" de la UB)


Recordé entonces aquella extraña historia que escuché acerca de una raza de felinos cuya voluntad era la de aprovecharse de la soledad. Cuentan que sus hembras evolucionaron con el mismo sigilo que utilizan las arañas para tejer su trampa hasta alcanzar un aspecto idéntico al de mujeres en extremo atractivas aunque perniciosas. Los gatos, por su parte, con la misma intención pero con diferente brío, terminaron por degradarse y se convirtieron en el azote de los ratones y en los guardianes del sueño de los niños a cambio de un tazón de leche, una ristra de caricias desde el cuello hasta la cola y un lugar privilegiado en la lumbre. Cada noche.

La gata estaba en casa. Acababa de pasar al salón y ya se había apoderado del cojín más mullido del sofá. Se restregó contra mis piernas buscando que notara su calor dentro de mi pantalón y de mi carne. Yo ya había sentido otras veces ese tacto con el que conseguían de mí hasta la última lata de foie-gras. Me propuse domarla, hacerle comprender que no siempre un hombre, por muy solo que se sienta, va a cumplir irremediablemente lo que una doña bigotitos ordene. Que era yo quien había decidido dejarla pasar y que estaba jugando en mi terreno. Se comenta que los gatos, después de una eternidad padeciendo sus caricias egoístas, han podido desarrollar una arrogancia tal que han sabido desviar su mirada y su atención de ellas hasta obligarlas a tomar la decisión de buscar la sumisión de otros animales más ingenuos.

Mi vida de soltero, decorada con muebles de segunda mano, llevaba tiempo esperando esta visita. Supuse que sería yo el que la elegiría, sin embargo, fue ella quien, al verme caminar por la calle un poco aturdido después de la última discusión, había maullado mirándome a los ojos y reclamando para ella toda la atención cuando estaba a punto de volver a casa. La minina me sedujo al confundir el frío de la calle con el de mi vida y entró sigilosa para heredar los lugares más cálidos del piso.

“¿Quieres tomar algo?” Todavía no, más tarde. Llevaba demasiado tiempo sin enfrentarme a ella, pero no estaba nervioso, era como si siempre hubiera estado manteniendo esta conversación en mi cabeza, pero no sabía qué iba a decirle, ni si podría resistirla mucho rato. Se la veía igual que siempre o al menos como yo recordaba: un poco delgada, desaliñadamente coqueta, algo pálida, pero siempre con una aureola extraña que recordaba a esas mujeres huidizas e incorpóreas que aparecían como fatalidades en la literatura. “Siéntate en el sofá, es muy cómodo.” Vale. Me hizo caso. ¿Cómo va todo, eh? No me creo todavía que esté en tu casa, la verdad. Nos hacemos mayores. “Bueno, tarde o temprano iba a pasar, ¿no?” ¿Puedo fumar? Sacó una pitillera de piel falsa cuajada de cigarros Camel. “Estás en tu casa. Haz lo que quieras.” Sonreímos. Se le arrugó la piel más próxima a sus ojos. Me estremecí un instante. Cuéntame cositas, va... –Y así congeló mi sonrisa de bobo–…que hace mucho que no nos veíamos. “Cuéntame tú, ¿no?” ¿Yo? “Sí. ¿Qué tal os va?” Sonreía. Sigues siendo igual de cotilla, ¿eh? Volvimos a sonreír. Una nunca sabe si esta del todo enamorada de alguien, ¿no te parece? Encendí un cigarro y fumé una calada intensa, después tomé asiento en una silla cerca de ella y de la mesita que soportaba algunos suplementos semanales de diarios y un cenicero sin cenizas. Le quiero ahora, con eso basta. Me dolió y no esperaba que eso me doliese. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que quedamos? Preguntó. “No sé. ¿Tres años? Casi… No sé. ¿Cuánto?” No lo sabía exactamente, quizás sí, tres años, o un poco menos, o un poco más. ¿Qué importaba eso? Parecía risueña y eso me asustaba. Unos tres años, sí. Silencio. Más silencio. Me levanté para dirigirme a la cocina mientras le preguntaba “¿Te apetece beber algo? ¿Cerveza?” Suspiró. No sé. Sigo sin probar el alcohol, no puedo. Me apetece algo más… no sé. Tengo frío. “¿Café?” ¿Tienes leche? Calienta un poco de leche. Y pon una estufa o algo. Hace frío. “¿Leche? ¿Leche sola?” Con un poco de miel, si tienes. Nunca lo hubiera imaginado. A ver si me enseñas el pisito, rollo visita guiada. “Es muy pequeño. Date una vuelta.” ¿Puedo chafardear? “¡No!” Entré en la cocina para preparar las bebidas. Saqué la leche de la nevera y la serví en un vaso de los que regalan con la Nocilla. Apagué mi cigarro con un poco de agua y lo tiré por el lavadero. Estaban las pastillas en la encimera y se me iban a olvidar. Escuché sus carcajadas en mi habitación, había descubierto el retrato gigante de Bogart que colgaba de la pared. ¿Así que Bogart, eh? “No encontré ninguno de Woody Allen haciendo de Bogart.” Ya, ese te hubiera pegado mucho más, pequeño. Calenté la leche en el microondas durante dos minutos. “¿Quieres miel?” Sí, sí. “¿Te gusta el piso?” Hablábamos a gritos. Pensaba que vivías con tu novia. “No. Rompimos. Me vine a vivir aquí poco después.” Volveréis. “No, otra vez, sería demasiado.” Desde que te conozco estás con ella. Tú no sabes estar solo. Yo no sé, pero lo he estado durante mucho tiempo. ¿O ya no te acuerdas? No tenía nada que decirle al respecto, si había estado sola tanto tiempo no había sido culpa mía. Me preparé un café, generoso con el azúcar. Hacía mucho rato que no tenía noticias de la gata, algo estaría haciendo, quizá husmeaba por los rincones, descubriendo algún territorio que por poco acogedor seguramente resultaba siniestro. “Ten cuidado con la gata, que no te asuste.” Ya sabes que no. “Pues que no se asuste ella.” Rió. Reí. La leche y el café ya estaban listos. Noté su presencia sigilosa a mis espaldas. Juguetona, comenzó a rozar su pie descalzo con mis piernas para hacerme sentir su tacto meloso. Cuando me giré, ella me dio un abrazo tan potente que me dejó arrugada el alma. Te he echado mucho de menos, tonto. No la miré a los ojos, la aparté de mí con sutileza arrogante. Luchaba por no prestarle atención ya que algo en mi interior me decía que todo me iba a hacer sentir como un idiota o como un loco. Agarré los vasos y regresamos al salón. Esta vez nos sentamos en el sofá los dos y volvimos a fumar de nuevo. Yo Chester, ella creo que fumaba Camel. “¿Tienes hambre?” No, no te preocupes. Tengo cena en casa. “Ha sido una casualidad encontrarnos justo hoy.” ¿Por qué justo hoy? “Bueno, había recordado aquella vez que casi nos pillaron robando en La Central. He estado esta tarde allí.” Es verdad. Que pringados. Sí. No parábamos de sonreírnos, cada vez con menos motivos. ¿Has comprado algo? “No, al final no.” Puso su cabecita encima de mi hombro y acarició mi patosa mano de la que se cayó el cigarro. Tardé en reaccionar. “Como no lo coja, saldremos ardiendo.” Ojalá. Lo recogí enseguida y para recuperar un poco de dignidad volví a levantarme. ¿Dónde vas? “Voy a sacar una lata de atún.” ¿Para qué? “Para mi gatita.” Hacía mucho que no aparecía, quizás oliendo algo de comida vendría. No creo, además, yo de ti no le daría mucho atún a un gato si no quieres que se muera. Habló la experta. Mientras buscaba en los armarios la dichosa lata me pregunté si debería sacarle el tema. La caja de pastillas seguía en la encimera. La he recogido de la calle hoy. No tiene todavía nombre. “¿Sabes algo de Lucas?” No contestó. “¿Hola?” No, no se nada. Seguía buscando por todos lados, imaginaba que tal vez en el fondo de la nevera hubiera algo, mi cigarro se consumía en el cenicero. “Me dijeron que bajó a Barcelona hace cosa de un mes. Me lo comentó Carlos que le he visto en el Messenger. Por cierto, tú hace una eternidad que ya no te conectas.” No tengo Internet. Te apago el cigarro, ¿vale? De repente estaba más seria. Me asomé por la puerta de la cocina con mi mejor sonrisa para pedirle un poco de comprensión por mi tardanza. Podría pensar que me había puesto nervioso. Así era ella. Estaba incómoda. “Pues a ver si le veo que nunca llama.” Sí, sí que le vi. Quedamos. “¿Sí?” Aunque eso me jodió más que cualquier otra cosa que hubiera sabido esa noche, ya me lo esperaba. Las gatas, por mucho que busquen de los hombres, siempre terminan por querer cazar a un gato. “¿Y bien?” Ya sabes. “Sí, ya me imagino.” Pues eso. “No te preocupes, todos tenemos un punto débil.” Bromeé. Ella ya no se rió. Volví a asomarme pero miraba hacia el pasillo, con el cigarro apunto de apagársele entre los dedos. No decía nada “¿Está la gata por ahí?” Por fin. Estaba escondido detrás del queso de cabrales. Lo puse en un platito pequeño y me dirigí al comedor. Voy un momento al lavabo. Tenía los ojos llorosos. “Muy bien.” Me di pena. Aparté las revistas y coloqué la comida encima de la mesita. La gata apareció de repente, subió por el plato y devoró el atún con parsimonia, con cuidado de no manchar sus bigotitos. Volví a la cocina para limpiarme las manos del líquido aceitoso que me había manchado al transportar el plato. La caja de pastillas aun permanecía en la encimera. Al final me tomé una, bueno no, tomé dos.

Dos pastillas con un poquito de café. Me tumbo en el sofá a dejar que se me pase, cierro los ojos. Llaman a la puerta.


FIN

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