domingo, 13 de abril de 2008

Versátil


Cruzamos las miradas y el secreto del mal se desveló ante mis ojos. Seguí leyendo la novela pero una especie de resorte invisible me hacía levantar la vista una y otra vez en cada curva para mirar a la ventana y vigilar el reflejo de un hombre de mi edad visiblemente nervioso. Por suerte, llegué a mi parada y me bajé con la seguridad de perder de vista, por fin, a aquel viajero tan siniestro. En el recorrido de mi rutinario trasbordo, llegué a pensar que incluso podría haber molestado a aquel desconocido con mi inquisitorial mirada, sin embargo, me había quitado cierto peso de encima instantes después de haberle perdido de vista.

Volví a dar a otro andén peor iluminado y allí aguardé paciente la llegada del próximo tren. Observé al resto de personas y recordé que cuando viajé por primera vez a otro país, una chica no mucho más joven que yo por aquel entonces, después de mirarme y remirarme mucho, tomó la determinación de caminar unos metros más allá sin dejar de acecharme con la mirada. En verdad, la pobre debió de asustarse por mi aspecto tan poco europeo y no la culpo: yo mismo estaba notando la presencia de aquel hombre justo detrás de mí, como si me siguiera.

Una vez llegado el siguiente metro, tomé asiento y saqué de nuevo el libro. Una señora que estaba sentada delante, iba leyendo un diario gratuito con una portada un poco alarmante. Habían detenido, horas antes de intentar cometer el acto, a unos terroristas que querían atentar en el metro de Barcelona. Levanté la vista de nuevo en una curva y allí estaba, otra vez, aquella especie de autómata que me miraba fijamente con la misma expresión de un cerdo frente al matadero. Descarté toda posibilidad de casualidad y caí en la cuenta de que ese viajero se proponía algo oscuro. Dicho así puede resultar infantil, pero yo no sabía lo que era sentir miedo en un lugar tan familiar como un vagón. Por los rasgos que tenía y por el color de su piel, aún más oscurecida a través del cristal por el que su reflejo me llegaba, me daba la sensación de que debía de ser del norte de África. Llevaba, como yo, un barba negra poco arreglada y, también como yo, se abrazaba a una mochila que, a mi parecer, estaba un poco abultada. Uno no debería observar nunca nada, ni a nadie, ni otear en los recovecos vacíos del metro o leer por encima del hombro el periódico de la persona que viaja a tu lado o sus mensajes de texto o escuchar sus conversaciones, ya sean por teléfono o en persona, ni debería tratar de mirar a la cara ni cruzar sonrisas o malos gestos o miradas e intentar luego interpretar que significa cada información que ha captado en un medio de transporte tan hundido en la ciudad como es el metro. Pero allí estábamos los dos retándonos como si fuésemos dos guerreros a punto de enfrentarse en un duelo a muerte, con la misma expresión clavada en nuestro rostro: una mezcla de pánico y socarronería. Para no andarme con rodeos, por su aspecto y por la noticia que acababa de leer, llegué a la conclusión de que tal vez, y sólo tal vez, se proponía matarnos a todos haciendo estallar el explosivo que portaba en su bolsa. Todavía arriesgándome más, leyendo su cara podía llegar a entrever el acento suicida de su propósito, un gesto que me decía “aparta de mí este cáliz”, me lo decía a mí. Y yo tenía la misión de detener todo aquello, de ser el héroe anónimo que todos esperamos alguna vez que llegue en el peor momento de nuestra historia, para apartar de nosotros cualquier tipo de cáliz que estuviéramos destinados a beber en ese instante.

Quedaba poco tiempo para llegar a la más concurrida de todas las paradas. Debía de tomar una determinación: bajarme en la siguiente y desocuparme de todo aquel asunto, en el que podría estar equivocado; o bien, levantarme de mi asiento y dirigirme hacia él para arrancarle su mochila de entre los brazos y golpearle. Quizás un término medio de la segunda. Sea como sea, no lo pensé demasiado y opté por tomar partida. Cuanto más nos mirábamos, más nerviosos nos poníamos, hasta me dio la sensación de que él también había adivinado mi propósito con sólo ver mis ojos. Dejé de mirarle por fin y decidí a levantarme de mi asiento. Una última mirada prescriptiva, veo como abandona su mochila en el suelo y él también se levanta: entonces no hay duda. Suspiré muy fuerte, tanto que la mujer que estaba sentada a mi lado me miró extrañada, como si mirara a un loco. Cerré los ojos un instante y di los primero pasos hacia él. “Señor, se olvida usted de su mochila.” Escucho qué me dicen y es verdad. La recojo, me miro en el cristal de enfrente y entiendo todo lo que ha pasado y lo que no. Me vuelvo a sentar de golpe en mi sitio y pienso que... No sé, no sé que pienso.

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